Sexo, drogas y ‘halstonettes’: así se forjó la leyenda de Halston, el diseñador favorito de Jackie Kennedy que escandalizó a Warhol y murió en la ruina

La historia de Halston seriada por Ryan Murphy, qué podría salir mal. Apenas unas horas antes del estreno global de la nueva producción del Rey Sol catódico para Netflix, los herederos del que fuera padre del minimalismo made in USA han dictado sentencia: "Halston Archives y Familia no han sido consultados sobre la inminente serie, un cuento de ficción erróneo". El comunicado de rigor lo emitía Lesley Frowick, sobrino del diseñador y director ejecutivo de la institución que gestiona su corpus creativo, enfatizando que es la "única fuente exhaustiva y concluyente sobre el hombre y su legado". Y a continuación anunciaba la creación de un programa de becas de moda en su nombre, "sin ánimo de lucro" (finísimo el dardo ahí). Ni el productor/guionista/director ni la plataforma digital se han pronunciado al respecto.

Para encontrar las razones de tanto recelo hay que retroceder hasta diciembre de 1991, cuando Steven Gaines publica Simply Halston: The Untold Story, biografía no autorizada, faltaría, sobre la que Murphy ha sustentado su proyecto. El retrato que pinta Gaines, una suerte de Andrew Morton del pop (ha novelado las vidas de Alice Cooper, The Beatles y Beach Boys, amén de Calvin Klein), es el de "un diseñador de moda arrogante y superficial, casi una caricatura del homosexual afeminado", según lo presenta en el libro. Es fácil imaginarse al artífice de la resultona American Crime Story: El asesinato de Gianni Versace, pero también de la terrible Hollywood, frotándose las manos ante semejante material, una historia de auge y caída bien espolvoreada de droga, sexo furtivo y de pago, amantes desquiciados, modelos aficionadas al desparrame, antisemitismo, prácticas empresariales salvajes y carroñeras, drama de nightclub y música disco, Elizabeth Taylor, Bianca Jagger y Liza Minelli. A ver quién da más. La sensación de que la adaptación/recreación televisiva va a ser una sucesión de columnas de cotilleo antes que el relato veraz del genio que cambió no solo las reglas del juego de la industria indumentaria estadounidense, sino también la percepción que se tenía de ella en Europa, está servida en sospechosa bandeja de plata.

Sobre Roy Halston (Des Moines, Iowa, 1932 – San Francisco, California,1990), en realidad, ya se ha dicho, escrito y hasta filmado todo. Para ponerse en antecedentes basta con ver el documental de 2019 titulado con su sonado primer apellido, el que bautizó su firma. El filme, dirigido por el francés Frédéric Tcheng –director de Dior and I, sobre el debut de Raf Simons en la casa de costura francesa, y Diana Vreeland: la mirada educada, además de productor de Valentino, el último emperador‘, con el que rozó el Oscar al mejor documental–, da cuenta de lo complicado del personaje, pero sin regodearse en sus miserias. Producto de la Gran Depresión, era tan críptico con sus orígenes que hasta se deshizo del apellido paterno para volver a nacer en Nueva York, en 1957, con 25 años, de la mano de célebre sombrerera Lilly Daché. Empleado en los grandes almacenes Bergdorf Goodman, su fama se dispara cuando Jackie Kennedy le compra uno de sus tocados bombonera, aquellos pillbox, para lucir durante la toma de posesión de su marido como presidente de Estados Unidos (también llevaba uno cuando lo asesinaron en Dallas). "Todo el mundo sabía quién era, cómo no saberlo", constató una vez Joel Schumacher, que conoció al espigado Halston a principios de la década de los 60 en Fire Island, el paraíso perdido gay frente a la costa sur de Long Island, mientras el futuro cineasta estudiaba diseño de interiores en Parsons.

A partir de ahí, poco que no conste: el despegue meteórico como diseñador, cual Ícaro de alas imbatibles, en 1968, ayudado por Schumacher y la que fuera editora de moda de Glamour Frances Patiky Stein, en calidad de alter egos creativos, y Joanne Creveling, a las finanzas y relaciones públicas; el lanzamiento como marca internacional en 1973, aliado con el empresario y filántropo Norton Simon, entonces una de las mayores fortunas del país; su entronización en la Olympic Tower de la Quinta Avenida, aquella casa de los espejos enfrente de la catedral de San Patricio desde la que regía el día y las noches de Manhattan, en 1978; la locura de las licencias y el desencuentro con sus nuevos socios de Esmark Inc., que lo obligaron a desarrollar una decena de líneas de producto anuales a partir de 1983; la muerte, despojado del nombre que lo había convertido en semidios, alejado de todo aquello que amó en un hospital de San Francisco, el 26 de marzo de 1990. De rellenar las lagunas que pudieran quedar se encargó Gaines: el padre alcohólico, la precoz arrogancia infantil, el descubrimiento del lumpen homosexual en Chicago durante sus días de estudiante y escaparatista, el amante maduro de juventud que lo colocó como sombrerero, los berrinches histéricos como aquel en la limusina a poco de empezar la legendaria Batalla de Versalles, los chaperos, los camellos. Claro que Andy Warhol ya se había despachado con él en sus Diarios (1989, aquí editados por Anagrama). La primera vez que lo menta, en la entrada 6 de diciembre, 1976, escribe: "Entró un amigo y Halston le estrechó la mano y cuando Halston se dio cuenta de lo que le había puesto en la palma de la mano le dijo: ‘Me has salvado la vida’".


En 2014, la exposición Halston and Warhol: Silver and Suede en el Museo Andy Warhol de Pittsburgh (orquestada por Lesley Frowick) puso sobre la mesa no solo lo relevante de la extraña amistad entre tanto dechado de ego, sino también el paralelismo de sus peripecias vitales y sus concepciones artísticas. Una suerte de polinización cruzada. El mismo sentido para la oportunidad, la capacidad para cruzar la línea entre alta y baja cultura confundiéndolas en el proceso, la fascinación por la fama y las celebridades, las pulsiones nocturnas, el interés por la producción en serie y un sentido de la estética que quizá no hubieran encauzado igual de no haberse encontrado. Warhol cita a Halston con fruición en Diarios, y no escatima en descripciones de sus diseños, aunque sea a través de las damas de sociedad que los llevan. Pero siempre hay una puya, una ironía, un desapego que se lee intencionado. Se mofa del acento afectado e impostado que contagia a su corte (pussycat, se dicen unos a otros) y afila el colmillo al referir su práctica empresarial. Martes 21 de diciembre, 1976: "Me encontré con Víctor y fuimos a la tienda de Halston. Estaba casi vacía, pero, como todo es tan caro, con que vendan cualquier chuchería ya tienen para comer. Mientras estaba allí, llegó Jackie O. y se la llevaron rápidamente al tercer piso. Víctor me dijo que no compra mucho, solo cosas pequeñas". Víctor es Víctor Hugo Rojas, escaparatista, torso desnudo por excelencia de Studio 54, amante del diseñador y obsesión del artista, siempre en el ajo. Esperen todo de él –interpretado por Gian Franco Rodriguez– en la serie de Netflix. De las proezas indumentarias de su protagonista, menos.

Es posible que a Murphy le interesen más los modos que la moda, el continente por encima del contenido, las halstonettes (término acuñado por André Leon Talley para designar al fenomenal y muy diverso comando de maniquíes de la casa, que incluía a Pat Cleveland, la warholiana Pat Ast, Karen Bjornson, Angelica Huston, Chris Royer, Alva Chinn y Nancy North) antes que lo que defendían en la pasarela. Aunque la diseñadora de vestuario Jeriana San Juan se ha empleado a fondo en respetar la esencia Halston. "Entendía a las mujeres, las escuchaba. Trataba de ajustar su voz como diseñador a lo que querían las clientas para que se sintieran bien", dice. "Intenté encontrar el mayor número de piezas originales, porque necesitaba tocarlas, no solo por mero placer estético, sino además para comprender su construcción, tan simple y elegante y a la vez tan poderosa". Ya lo había expresado el propio creador en entrevista con Eugenia Sheppard para el New York Post, en 1973: "Las mujeres hacen la moda. Los diseñadores sugerimos, pero es lo que ellas hacen vistiendo las prendas donde está el truco". Lo cierto es que tampoco tenía una formación específica como couturier, que suplía con destreza cortando los tejidos al biés y jugando con la geometría de manera que, al manipular/esculpir directamente sobre el cuerpo, se obraba la magia. En ese sentido, en efecto, su aproximación a la confección resultaba tan conceptual como la de Vionnet. Si surgía algún problema de patronaje, lo resolvía ensayando con papel de origami, plegando y retorciendo hasta que daba con la solución. Evitaba las costuras y prescindía de botones y cremalleras, de manera que no había vestidos más fáciles de poner y, mejor aún, de quitar/desnudar. Manías de la gente guapa del Studio 54, ya se sabe.

Simplemente Halston, rezaba la genialidad publicitaria con la que se elevaría sobre el resto de sus colegas estadounidenses –e incluso europeos– a mediados de los años 70. Sus abrigos cruzados de lana significaban el epítome del lujo moderno y sus vestidos camiseros de antelina (ultrasuede, tejido de su invención que replicaba la suavidad del ante y podía lavarse a máquina), el sueño comercial de cualquier empresario. Despachó hasta 60.000 unidades, la prenda más popular del país en la época. Tamaño hito superventas también fue el principio del fin: empeñado en llegar a todo el mundo (la colección de hombre y la división de perfumes iban viento en popa), en 1983 firmó un acuerdo para producir una línea más asequible a vender en J.C. Penney. En unos almacenes populares, la etiqueta Halston III era una afrenta para su lustrosa clientela. Encima, la multimillonaria licencia por seis años incluía la producción de ropa de hogar, accesorios y perfumes a 20 dólares. Como un Pierre Cardin a la americana, la etiqueta Halston se disolvía en baratura. Y su creador, en malhumor, rabia y cócteles de alcohol y anfetaminas. Sus antiguos amigos se quedaron por el camino (Schumacher, ya establecido en Hollywood, alumbraría la generacional St. Elmo, punto de encuentro, en 1985). La empresa fue rebotando de propietario en propietario hasta que, en manos de Revlon, se decide prescindir de sus ya poco necesarios servicios como diseñador. Si ya estaba cada vez más debilitado por el VIH, el despido prácticamente lo fulmina. Refugiado en California con su familia (quién se lo iba a decir), fallece a los pocos meses.

En 2007, el entonces aún todopoderoso productor cinematográfico Harvey Weinstein quiso relanzar la firma. Qué podría salir mal. Tenía el respaldo financiero del grupo de capital riesgo Hilco Consumer y el aval popular de Sarah Jessica Parker, ejerciendo de presidenta y directora creativa. Fueron apenas cuatro años de aventura, que acabó con el uno y la otra abandonando el barco en 2011 no tanto por los malos resultados económicos (que en realidad tampoco lo eran) como por el disenterés de los principales agentes de la moda. Si Ryan Murphy no lo cuenta, seguramente los herederos de Halston se lo van a agradecer. Eso y que haya puesto a Ewan McGregor en la piel del diseñador. Ahí nadie va a poder quejarse de fealdad.

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