Piscinas vacías

Hay una señora en mi piscina que me tiene fascinado. Está en esa edad indefinida entre los 78 años y la muerte. Siempre va sola. Se pone a leer el ABC en una tumbona, de principio a fin, pausadamente, con una Coca-Cola Light a un lado y dando caladas a un cigarro Nobel que parece que nunca se va a consumir. Va siempre con un moño impecable, muy apretado, como de bailarina de ballet o de natación sincronizada, y aguanta bajo el sol, estoicamente, horas y horas. Sin inmutarse. Sin perder un ápice de elegancia en los movimientos. Sin prisa. Nunca la he visto ponerse protección solar. Tampoco quejarse del calor, ni por nada en general. Creo que los mosquitos la temen. En ocasiones, muy pocas, se da un baño rápido. Visto y no visto. Y vuelve a tomar el sol. Su color hace tiempo que dejó de ser humano. Ahora es como una chuleta olvidada en una barbacoa. No sabría decir bien exactamente por qué, pero me cae muy bien esa señora.

El escritor Frédéric Beigbeder señala en su libro El amor dura tres años que se puede decir mucho de nosotros por nuestro comportamiento en una piscina. Las personas nos delatamos junto al agua: el intelectual leerá bajo un sombrero, el deportista organizará un partido de waterpolo, los narcisistas no pararán de sacarse selfies, las personas hipocondríacas se embadurnarán de crema solar, los egoístas reorganizarán toda la piscina en torno a su tumbona para poder tener el sol de cara, etc. Me gusta fijarme en esta clase de comportamientos. Es como un microestudio sociológico. Como una boda, solo que en biquini y en traje de baño, aunque sin barra libre; el universo siempre encuentra fuerzas compensatorias para tender al equilibrio. El que disfruta en una piscina, disfruta en todos los ámbitos de la vida. El que es imbécil en una piscina, es imbécil en todos los ámbitos de la vida. No falla.

Sin duda, a los que más detesto son a los que se quejan de los niños por estar jugando a Marco Polo o por zambullirse de cabeza —o un sucedáneo parecido— en la piscina. Son los Grinch del verano. Hace poco, dos cretinos se quejaron amargamente al socorrista por unos niños que estaban riéndose y salpicando un poco. Ni se atrevieron ellos mismos, tuvieron que recurrir a un emisario para lidiar con personas de 12 años. Quejicas y cobardes, lo tenían todo. Se llamó la atención a los jóvenes y a continuación los dos divinos pusieron su horrenda música —aunque hubiese sido Mozart, habría seguido siendo horrenda— en su hortera altavoz portátil y se metieron en el agua con las gafas de sol y una cerveza en la mano. Solo les faltaba ocupar media piscina con un flotador de esos de unicornio para tener el pack completo. A veces se fusila poco.

Mi piscina está en un hotel. Así que observo a gente de todos los rincones del mundo. Aves de paso. Oigo aguadillas en distintos acentos y veo tonos de bronceados que abarcan toda la pantonera. Dice la escritora A. M. Homes que le gusta escribir en hoteles porque le basta con levantar la mirada para encontrarse con una buena historia o con un personaje interesante. El día que pruebe la piscina nos escribe la gran novela americana. Tal vez por eso Hockney y Cheever estuvieron tan obsesionados con ellas. Tienen algo hipnótico.

La señora y yo somos de los pocos fijos. La gente va y viene, pero nosotros permanecemos. Sin pasado, sin futuro. Como en Casablanca. Como Bill Murray y Scarlett Johansson en Lost in Translation. Siempre estamos cada uno en la misma tumbona, viendo el verano pasar. Hasta los socorristas van rotando cada semana. Solo yo le sigo el ritmo. Pero no sé hasta cuándo aguantaré. Ojalá antes de que acabe el verano me revele el secreto del bronceado perfecto. Porque la veo tomando el sol en Madrid, rozando los 40 ºC y sin perder la compostura, y me recuerda a esa inmortal foto que ganó el Pulitzer del monje budista Thích Quang Duc quemándose vivo, pero sin abandonar la posición de loto, en medio de una calle de Saigón.

Sé que cuando llegue septiembre y cierren la piscina, echaré un poco de menos a la señora. Y seguiré sin saber exactamente por qué. Del mismo modo que Tony Soprano echaba de menos a los patos de la suya. Porque solo hay una cosa más triste que una piscina vacía: el verano que dejas atrás.

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