“Quizá el planeta necesitaba un respiro. Quizá todos necesitábamos un respiro. ¿Será este el reset del que habla todo el mundo? Digamos que sí”. No le quitaremos ni le pondremos una letra al diagnóstico que la propia Kim Kardashian ha hecho de su vida, a estas alturas de 2021. Se trata de un reinicio en toda regla, acaso más impactante que el que el Foro Económico Mundial planea para el acontecer industrial del mundo globalizado. Las cuentas salen: acaba de cumplir 40 años; tras 20 temporadas y 14 años en antena cierra Keeping up with The Kardashians, el reality show al que le debe todo; rompe su matrimonio de seis años con el músico, diseñador y predicador Kanye West, el genio atormentado que se convirtió en su Pigmalión; y vende a Coty el 20% de KKB, su negocio cosmético, por 200 millones de dólares. Aceptamos reseteo y subimos la apuesta hasta shock. Un borrón y cuenta nueva de cara a sus nuevos retos mediáticos: un contrato secreto con Disney y un podcast en Spotify sobre su nuevo hobby: la justicia criminal.
Cualquier espectador pudo ver en el reality cómo el comportamiento errático de Kanye West era interpretado como una amenaza para la reputación de la marca Kardashian por la mano que mece los negocios del clan, la de la matriarca Kris Jenner. Desde que el rapero confesó su trastorno bipolar en 2018, se han sucedido episodios que han podido poner palos a su máquina de hacer dinero: broncas en Twitter, la revelación de los deseos de abortar de Kim, acusarla de querer ingresarle en un psiquiátrico y el colofón de su candidatura fantasma a las elecciones.
Le costó nueve millones de dólares y lo hizo sin consultar al clan. “Nadie entiende por qué Kanye se niega a tomar la medicación que lo equilibraría”, desvelan voces sin nombre en la prensa.
Kim discurre por terreno ignoto: es la celebrity que más lejos está llevando la tendencia al activismo que ha arraigado en la cultura de las famosas globales. No estamos ante los clásicos viajes a África, sino de un trabajo sostenido de representación y, aún así, criticado. Si antes de 2018 se convocaban simposios universitarios para analizar su influencia cultural (“Kimposium!” se celebró en 2015 en la universidad londinense de Brunel), en estos tiempos de Black Lives Matter su figura es objeto de denuncia. Dixa Ramírez D’Oleo, profesora en la Universidad de Brown, la acusa de explotar la hipersexualizada figura de la mulata, siempre deseable y disponible. Ren Ellis Neyra, investigadora de la Wesleyan University, señala que se ha apropiado de la cultura afroamericana. Elizabeth Hinton, profesora en Yale, afirma que “fomenta el complejo de salvador blanco y eclipsa el trabajo de los activistas negros que llevan toda su vida luchando desde el anonimato”.
La devaluación de la cultura de las famosas, un efecto colateral de la pandemia, afecta también al imperio de las Kardashian-Jenner. Por ejemplo, por celebrar su 40 cumpleaños con un viaje para su círculo íntimo (30 personas) a Tahití mientras el común de los mortales se enfrentaba a la Covid-19. Kim escribió en sus redes: “Reconozco con humildad mi privilegio”. “¿Para qué sirven las famosas si no es para presumir de lujo e impunidad? Por lo que parece, para nada”, decía Spencer Kornhaber en The Atlantic. Algunas semanas antes de su fiesta, Kim había dicho en su reality: “Honestamente, no creo que este sea el momento de celebrar nada”.
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