El discurso del rey Felipe VI, seguido por casi tres de cada cuatro espectadores en Nochebuena, ha marcado el punto de inflexión en su monarquía, seis años después de su llegada al trono. En el año más difícil para España y para el mundo, los constantes titulares generados por su padre, el rey emérito Juan Carlos, han llevado a cuestionar la figura y el tratamiento del anterior Jefe de Estado. La "modélica Transición" devino en un pacto de silencio en el que Juan Carlos actuó escudado tanto en la protección de los poderes políticos y mediáticos como en la inmunidad judicial que le confería la Constitución española.
Felipe de Borbón ha querido distanciarse de esas formas y aprovechó para recordar que desde su proclamación ha pedido una monarquía distinta, propia de un país que ya se cuenta entre las principales democracias de la región y el planeta. El rey no puede hacer mucho más. Carece de margen de maniobra y sólo cuenta con los atributos que le confieren un par de leyes y que se extinguen más allá de las paredes de Zarzuela y los nombramientos de personal de la Casa Real.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha recogido el guante lanzado por el monarca y se ha prestado a trabajar en una "ley de la Corona", un texto que defina mejor las atribuciones y los controles dentro de la Jefatura del Estado. Especialmente en lo que a la Familia Real respecta. No hay que olvidar que el primer discurso de Felipe ya vino manchado por la sombra de su hermana, la infanta Cristina, imputada un par de semanas antes de esa Nochebuena de 2014 por el caso de corrupción que mandó a su marido, Iñaki Urdangarin, a la cárcel.
El propio Sánchez ha destacado en rueda de prensa que la iniciativa no es estrictamente del Gobierno: “El rey quiere una monarquía constitucional adaptada a la España del siglo XXI. Renovación, rendición de cuentas". El visto bueno de Zarzuela a esa posible iniciativa ha encontrado también un adepto en el jefe de la oposición: Pablo Casado se ha ofrecido hoy a trabajar en esa hipotética ley siempre que cumpla el objetivo principal: "reforzar la monarquía".
Tampoco hay muchas más opciones. Como ya se vio en el debate sucesorio tras el nacimiento de Leonor, cambiar la Constitución en cualquier aspecto referido a su Título II, el que se refiere a la monarquía, requiere un largo y complejo proceso: una mayoría parlamentaria de dos tercios en cada una de las Cámaras, la disolución de las mismas, la celebración de nuevas elecciones, la ratificación por una mayoría de dos tercios de los parlamentarios y senadores recién elegidos y un referéndum. Demasiada tensión para nuestro sistema, como señalaba Casado.
Sin embargo, con los pilares definidos del rey como Jefe de Estado, inviolable, y encuadrado en sus papeles de encarnación de la unidad de España y máximo representante del Estado, no habría obstáculo a una ley que definiese mejor las áreas oscuras en las que se desenvolvió su padre. Fiscalizar las cuentas de la Familia Real –un paso iniciado por el propio Felipe, cuya Casa Real es la que mejor ha desglosado su partida presupuestaria y aceptado buena parte de la todavía joven Ley de Transparencia– es una de las opciones en las que Gobierno y oposición podrían ponerse de acuerdo para desarrollar una ley.
Una en la que también se definiesen claramente los límites entre lo personal y lo institucional del rey y el resto de miembros de la Familia Real. Parte de las crisis de los años de reinado de Juan Carlos obedecían a las "desapariciones" del monarca, incluso para el Gobierno de la época, y al sistema de favores que institucionalizó Sabino Fernández Campo para controlar el flujo de informaciones relativas al rey Juan Carlos. De momento, toda la agenda de la Casa Real sigue dependiendo de la institución, que guarda celosamente los desplazamientos y actividades de Felipe y del resto de miembros, incluso en actos oficiales. La garantía de que al menos el Parlamento pueda contar con información más precisa sobre los movimientos del Jefe del Estado ya sería un buen avance en esa renovación.
Salvando las distancias, hay un espejo en el que mirarse: la monarquía británica, a principios de los noventa, estaba sumida en una crisis de identidad y popularidad enormes debido a los escándalos protagonizados por Carlos, Diana y Camilla. Que sumados al silencio institucional y la distancia de Isabel II dañaron enormemente la institución. La voluntad de la reina y del Parlamento de renovar el papel de la Corona, el coste de la misma a las arcas del Estado y la definición de sus actividades ayudó a salvar esa crisis y devolver al Reino Unido a su lugar tradicional: uno en el que el republicanismo no tiene tracción.
En España, un acuerdo similar entre Gobierno, oposición y Zarzuela podría limpiar por fin el único lastre con el que cuenta el reinado de Felipe VI. Precisamente el que viene dictado por su antecesor en el puesto. El rey ya declaró en Nochebuena que ni los lazos familiares están por encima de los deberes constitucionales. Ahora, corresponde a las instituciones políticas de nuestro país crear el marco legal para que esa declaración tenga una base legal en la que apoyarse, mejor definida que esa Constitución de la que emanan tanto la monarquía como los poderes de nuestra democracia parlamentaria. Sin necesidad, aún, de tener que tocar la Carta Magna.
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