‘La escuela católica’: la historia real de la película de Netflix

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    Roma, 1975. Gianni Guido (Francesco Cavallo), Angelo Izzo (Luca Vergona) y Andrea Ghira (Giulio Pranno) son tres veinteañeros de clase media alta de Roma pero, a pesar de las apariencias, no son buenos chicos, tienen simpatías fascistas, son violentos, con la costumbre de robar a mano armada. Angelo Izzo es el más temible de la banda, con una condena por violación a sus espaldas. En septiembre de ese año, Guido e Izzo conocen, a través de un amigo, a Donatella Colasanti (interpretada en la película por Benedetta Porcaroli) y Rosaria López (Federica Torchetti), dos jóvenes de 18 años de un barrio obrero.

    Los chicos las cortejan, coquetean tanto que deciden volver a verse al cabo de unos días, invitándolas a pasar un tiempo juntas en una villa junto al mar en Anzio. La propuesta resulta ser una trampa, cruel y perturbadora: las dos son llevados a San Felice Circeo y allí sufren violencia de todo tipo. Este es el tema en el que se sumerge de lleno La escuela católica, la película de Stefano Mordini, inspirada libremente en la novela homónima de Edoardo Albinati, y que recupera uno de los acontecimientos más dramáticos y bestiales de la historia de Italia: la masacre del Circeo.

    ‘La escuela católica’: la historia real de la película

    Ppresentada fuera de concurso en el Festival de Venecia, narra uno de los sucesos informativos más impactantes de la historia de la Italia de los años 70, un acontecimiento tras el cual nada volverá a ser lo mismo. Los hechos tuvieron lugar entre el 29 y el 30 de septiembre de 1975, en San Felice Circeo, en la costa del Lacio, a poco más de 100 kilómetros de Roma. Dos niñas fueron torturadas, golpeadas y violadas durante 30 horas seguidas. Una de ellas muere, la otra se salva fingiendo estar muerta. Rosaria López, de 19 años, y Donatella Colasanti, de 17, viven en el barrio romano de Montagnola.

    Un sábado por la tarde, conocieron a dos chicos, Gianni Guido y Angelo Izzo, que habían asistido al bachillerato clásico del instituto privado San Leone Magno, en el barrio de Trieste. Empiezan a salir con ellos, de vez en cuando se reúnen con ellos en el Fungo dell’Eur, el gran depósito de agua con un restaurante en el piso 14, donde conocen a los jóvenes neofascistas, así se autodenominan aunque no estén comprometidos políticamente -en la película, en una redacción de clase, un alumno dice que el hombre más importante de la historia es Hitler-.

    El 28 de septiembre, Izzo y Guido invitan a las dos chicas a una fiesta de amigos, pero en realidad tienen una idea muy clara, llevarlas a una villa de San Felice Circeo, Villa Moresca, propiedad de la familia de un tercer chico, Andrea Ghira, el hijo de 22 años de un conocido empresario romano.

    La escuela católica pone en el centro esta historia, pero el trágico suceso es ligeramente modificado, filtrado a través de la utilidad narrativa (por ejemplo Ghira acaba de salir de la cárcel y sólo llega a la villa más tarde, son Izzo y Guido los que invitan a las dos chicas) porque la intención del director es explicar no sólo un acontecimiento, sino también una época, un período histórico, lo que formó a esos monstruos.

    ‘La Escuela Católica’: la reconstrucción de la Masacre del Circeo y lo que ocurrió

    En la película, el secuestro es una consecuencia (y también un principio, el motor de la historia, la película comienza con el descubrimiento del coche del que salen los lamentos de Donatella) de una sociedad igual de brutal, violenta, hipermasculina y machista, como la de esas bestias que violaron y golpearon a esas dos chicas, poco más jóvenes que ellos, que quiere hacer gala de su virilidad, barriendo bajo la alfombra todos sus problemas, lunares, verdades, incluso a veces incómodas. La Escuela Católica dice desde el título que la intención es mostrar una narrativa antropológica que parece una ría que se ensancha. La película escribe varias líneas narrativas que abrazan también a las figuras parentales, pone en escena esas dos «cáscaras», la familia y la escuela, como bien subraya el narrador de la película, Edoardo, instituciones que deberían formar hombres «puros», honestos, «nobles», pero que en cambio esconden «una montaña de polvo» bajo la alfombra.

    En la película, esos chicos son hijos de padres que los envían a una escuela católica y luego, en lugar de educarlos, los golpean furiosamente, construyen familias, viven su homosexualidad en secreto, son hijos de madres que aún no tienen su independencia y son sólo pedazos de carne que tienen que concebir. Son tan bestias como bestial es la sociedad en la que viven.

    El bueno y sumiso Guido es golpeado por su padre, que logra borrar los errores de su hijo donando a la escuela, pero luego frente a las víctimas es un violador tan violento como lo fue el cinturón de su padre. Sin embargo, Izzo es al principio un chico terrible como tantos otros, un fascista, pero luego se revela como lo que es, un criminal sin escrúpulos, un ser amoral, un monstruo de sonrisa aterradora y ojos vivaces. Estos machos piensan que las mujeres son trozos de carne: en una escena emblemática, después de haber violado a las dos chicas, Guido, en la cena con su familia, mira sin emoción un trozo de asado cortado igual que mira los cuerpos de sus víctimas. Creen que sólo se es hombre de una determinada manera, una representación de una masculinidad tóxica: mala, visceral, siempre dispuesta a la violencia, a las relaciones sexuales -sólo hombre-mujer porque la homosexualidad no se considera una posibilidad-, un animal brutal que vive de sus propios instintos.

    Todo está escrito para esas trágicas 36 horas en las que las dos chicas primero intentan liberarse, gritan, golpean sus puños contra la puerta, luego aceptan con la esperanza de ser liberadas tras el acto, finalmente suplican a sus torturadores. Izzo y Guido las golpean violentamente, arrastrándolas uno a uno hasta la sala de estar, donde hacen lo que quieren con ellas, pero nunca se detienen demasiado en la violencia: los cuerpos desnudos desplomados, la sangre fluyendo, los cordones para inyectar la droga. Se prolongan durante horas, al igual que en la realidad, incluso en la película los personajes cambian: en la realidad es Ghira quien en un momento dado coge el coche y vuelve a Roma porque tiene que comer con su familia, vuelve unas horas más tarde y es en esos mismos momentos cuando Rosaria López es asesinada, ahogada en la bañera llena de agua.

    Donatella se da cuenta de que su única posibilidad es fingir que está muerta y y ésta es su salvación. Fracturas, heridas y moratones, su cuerpo violado, así sale de casa en el maletero del 127; esta es una de las imágenes que ha quedado en el álbum iconográfico de las últimas décadas, una foto tomada por Antonio Monteforte que, como era habitual en aquellos años, estaba constantemente conectado con una radio en las frecuencias policiales. Esa foto tiene un poder muy fuerte que forma parte de la memoria de nuestro tiempo, en ese blanco y negro está todo el dolor de esa niña y de las que no lo lograron, un momento capturado que hizo de esa masacre un hito de la brutalidad masculina y social.


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