El conjunto pijamero que le ha vuelto a ganar a Kristen Stewart los titulares de la moda ya está disponible ‘online‘. Un tan cómodo como feroz combinado de camisa y pantalón estampado en leopardo que Moviesjacket.com despacha en bandeja digital por poco más de 20 euros. A precio imbatible, el portal especializado en rastrear piezas ‘ad hoc‘ con las que replicar estilismos de gran calado cinematográfico y catódico también ofrece las blusas floreadas de Naomi Scott y hasta las gabardinas de cuello envolvente de Elizabeth Banks. Todo visto en la nueva versión de Los ángeles de Charlie, pero susceptible de consumo masivo incluso semanas antes del estreno de la película (el pasado 15 de noviembre en Estados Unidos, el próximo 5 de diciembre en España). Lo que viene a demostrar otra vez que, cuando se trata de mujeres, la ropa siempre va primero.
En su particular lectura del mito fundacional de la sororidad televisiva, Elizabeth Banks –ideóloga, directora y coestrella de la función– ha tenido que bregar desde el principio con la cuestión indumentaria. El asunto está en todas sus entrevistas promocionales, que a ver cómo iban a vestir sus ángeles, definidos (¿etiquetados?) como abiertamente feministas. "Uno de mis objetivos era hacer a estas mujeres más identificables, creíbles (para los espectadores)", exponía, por ejemplo, en USA Today. "Quiero que vistan lo que deseen, que les encante y que no tengan límites para hacer cualquier cosa que se propongan. Esta es justo la conversación del momento". Kym Barrett, diseñadora del vestuario, avalaba las (loables) intenciones de la realizadora: "El principio básico de la película es que toda mujer puede ser un ángel, independientemente de cómo vista, qué imagen tenga o cuál sea su cometido. Todas poseen las cualidades necesarias para ello, por eso no importa lo que lleven". El problema es que si hablamos de Los ángeles de Charlie, importa. Porque hay un legado/mitología estético no solo a homenajear, sino a perpetuar.
Los dos primeros filmes que inauguraron la franquicia cinematográfica lo entendieron a la perfección. Con Drew Barrymore, Cameron Diaz y Lucy Liu, Los ángeles de Charlie redivivos en pantalla grande a principios de los 2000 fueron una continua fiesta, con disfraces loquísimos, pelucones referenciales y hallazgos estilísticos a rebufo del ‘girl power’ de finales de los noventa a explotar sin remilgos. Cierto que, entonces, el engranaje estaba fantásticamente engrasado: actrices con calidad estelar, secundarios memorables –Bill Murray, Sam Rockwell, esa Demi Moore entaconada viva de Louboutin-, ‘jitazos’ soul-disco-pop prácticamente en cada secuencia…; un cóctel hipervitaminado con factura de taquillazo palomitero, chiflante y sin pretensiones. Justo lo que no es la revisión de Banks, que se jacta, eso sí, de fluidez ‘millennial‘ porque tiene un ángel (Sabina, el de Stewart, faltaría) que no atiende a condicionantes de género en materia sexual y que pasa de Barbie embutida en lentejuelas rosas a ‘rrriot girl’ posgrunge de manual. Su cacareado ensamble leopardesco, inspirado en un diseño de Victoria Beckham según reconoce la propia Barrett -en su haber, los emblemáticos guardarropas de Romeo+Julieta y la saga Matrix, cuya influencia puede rastrearse en no pocas colecciones de esta misma temporada-, es lo más celebrado del actual remplazo feminista que, quitando un mínimo de Prada, Zadig & Voltaire y Max Mara, también se desinfla estilísticamente con prendas de H&M, Topshop, Urban Outfitters y, oh no, Lululemon. Ángeles ‘athleisure’ y ‘low cost’, vaya por Dior.
El alcance de tamaño derrape indumentario se explica volviendo a los orígenes. Los ángeles de Charlie (1976-1981) fue la primera serie de televisión con conciencia de moda de la historia. Su relevancia no solo venía estipulada en términos de producción, con un presupuesto de 10.000 dólares para vestuario por capítulo, el mayor del que hubiera noticia en su día, sino que, además, resultaba pertinente en la descripción de los personajes: el guion de trazo grueso apenas informaba de quiénes eran aquellas tres muchachitas que habían ido a la academia de policía hasta que el rijoso Charles Townsend las puso a trabajar como detectives privadas para su agencia, era la ropa que vestían la que contaba sus personalidades. Ni a la exquisita Sra. Peel de Los vengadores (1961-1969) ni a la más prosaica Sargento Pepper de ‘La mujer policía’ (1974-1978) les pasó nunca eso. La primera vez que suena el teléfono y oímos al enigmático Charlie decir aquello de "Good morning, angels. Time to go to work", vemos a Sabrina Duncan montando a caballo luciendo con propiedad ecuestre. Jill Munroe aparece jugando al tenis, los pantalones cortos blancos y un polo azul cielo que deja adivinar la ausencia de sujetador. Kelly Garrett emerge de una piscina, su bronceada silueta de reloj de arena ensalzada por un elegante biquini de tirantes ‘halter’. El estereotipo está servido. Y, a partir de ahí, el delirio vestido por Nolan Miller.
Para entendernos: Miller fue a la televisión lo que Bob Mackie a la música. Un desenfreno estilístico rayano en la alta costura, todo lujo, sexo y poder. ‘Dinastía’ siempre será su cumbre, elevada sobre hombreras dobles y hasta triples (ganó un Emmy por ello, en 1984), pero antes se fogueó con el seminal trío angelical por encargo expreso de su amigo Aaron Spelling, productor de la serie y figura totémica que definió una manera de hacer televisión entre las décadas de los setenta y los noventa. Diseñador obsesionado con el ‘glamour’ del Hollywood dorado, fue él quien decidió la imagen de cada ángel, estableciendo una inopinada correspondencia entre las actrices que los interpretaban y tres arquetipos de estilo/belleza clásicos. "Kate (Jackson, la sagaz Sabrina) es una joven Katharine Hepburn, algo chicazo, mientras que Farrah (Fawcett, entonces guion Majors, la atlética y ‘sexy’ Jill) es como Lana Turner, poca cadera, busto cumplido. Jaclyn (Smith, la sofisticada Kelly) tiene auténtica clase, tipo Gene Tierney", explicaba cuando el programa se convirtió en un éxito sin precedentes, ya desde la emisión del piloto, en marzo de 1976. Cuando llegó el cuarto episodio, el legendario ‘Angels in Chains’, el audímetro explotó.
La imagen ha devenido canónica: tres mujeres esposadas, encadenadas entre sí (ahí, bien de ‘sexploitation’ carcelaria setentera), los pantalones vaqueros de tiro alto y pata de elefante a juego con camisas de sarga azul, los puños doblados o arremangadas. Te dicen que es una campaña del Celine sin tilde de Hedi Slimane y cuela. Porque las detectives de Charlie lo llevaron antes, y seguramente lo llevaron mejor. Las blusas con lazada ‘pussy bow’, los ‘culottes’ con bota de caña alta, las americanas de solapas XL con jerséis de cuello vuelto, los pañuelos y las cadenas sobre el escote, las camisas de cuadros con o sin chaleco, el mono militar y el de motorista. Hasta el chándal. Su guardarropa es un catálogo con los grandes éxitos de una década mil veces replicada desde hace dos. Ahora mismo, ocupa las revistas de moda y tendencias, de la cuestión burguesa al manido ‘streetwear’. También Instagram, donde las cuentas a propósito de las modas de los setenta ya son casi tan numerosas y seguidas como las de los noventa. La actual ‘economía de la nostalgia’ tiene mucho que ver con ello, pero también con que, hoy, el estilo de aquellos extraños días (marcados por una crisis energética sin precedentes, la violencia institucional y callejera, el auge de la pornografía y las drogas duras) se interprete antes como un sentimiento que como un simple ‘look’. En esa desmelenada Farrah con vaqueros, sudadera roja y zapatillas Nike Cortez, haciendo lo que puede sobre la tabla de un monopatín, siempre ha habido más emoción que estilismo.
El vestuario de los primeros ángeles era el reflejo de lo que se denominó "la liberación de la perfección", el ideal californiano de la camiseta (apretada) y el vaquero (de campana) por bandera. Está incluso en el logo original, uno de los iconos más reconocibles de la cultura popular del último medio siglo (y una pose que casi todo el mundo ha imitado alguna vez… casi siempre mal). Hasta la tercera temporada, es lo que más abunda junto a los conjuntos deportivos gentileza de Givenchy Sport, efímera línea casual de la casa francesa, por más que Miller se empeñara a veces en lo contrario. "Me gusta pensar en la serie como si fuera una revista de moda", decía. Los ocho cambios de ropa por capítulo para cada actriz figuraban por escrito. Carolina Ewart, asististe del diseñador, recordaba en The New York Times las interminables pruebas de vestuario, en las que la exposición anatómica se calculaba al milímetro y las intérpretes tenían siempre la última palabra. Spelling les permitía quedarse con las prendas como extra a sus demandas salariales. "En Beverly Hills, la moda de París o Nueva York no tenía tanto predicamento entonces. Había un estilo propio, el ‘chic’ de la Riviera francesa pasado por el filtro de Tampa (Florida). El calzado deportivo ya estaba muy en boga entre las chicas y se consideraba sexy", informaba Ewart. No para todas.
Empeñada en que se la considerase una actriz ‘seria’, Kate Jackson no tardó en desmarcarse: Miller la recordaba como una mosca cojonera, "decía que no le interesaba la moda. Solo pedía jerséis de cuello alto y tejanos, nada de tacones. A los cámaras les exigía que no hicieran tomas de sus pies". Sin embargo, con Jaclyn Smith estaba feliz de gastarse 500 dólares de una tacada en trajes de gabardina en la ‘boutique’ de Alan Austin de Rodeo Drive. El diseñador nunca ocultó quién era su ángel de cabecera. "Desesperaba por ponernos vestidos elegantes en cada escena, era superior a él", rememoraba Smith cuando falleció el creador, en junio de 2012. Miller siempre contaba su anécdota favorita: "Aaron (Spelling) solía telefonearme a grito pelado: ‘¡Nolan! ¿Qué es eso de vestir a Jaclyn Smith con un traje de alta costura y abrigo de piel? ¡Se supone que es una agente de policía!’. Lo volvía loco, pero yo no podía evitarlo". Con la incorporación de Shelley Hack, sustituta de una Jackson que había colgado las alas al final de la tercera temporada harta y enfadada (tuvo que renunciar al papel que le conseguiría a Meryl Streep su primer Oscar por Kramer contra Kramer, en 1979, al no poder compaginar los rodajes), subió aún más la apuesta. Y el presupuesto: la detective Tiffany Wells era una bostoniana, una pijaza ‘preppy’ de la Costa Este, y la agencia Townsend, en plena transición hacia el ‘power dressing’, se convirtió en un desfile de planta de señoras de Neiman Marcus que ni la neumática Tanya Roberts –Julie Rogers, el último ángel de aquella hornada televisiva- pudo evitar. Tiene sentido que el final de la serie y el de la era Carter coincidieran en el tiempo (1981).
Hay una frase de Farrah Fawcett que dejó sentenciada Los ángeles de Charlie para los restos: "Cuando fuimos número tres (en el ranking de audiencias), supuse que era por nuestras interpretaciones. Cuando alcanzamos el número uno, decidí que solo podía deberse a que ninguna llevábamos sujetador". Fue la venganza del icono rubio, el del póster de los 12 millones de copias, ese en el que posa toda dientes y ‘brushing’ con el traje de baño rojo de Norma Kamali -un diseño que a la neoyorquina nunca le convenció, hoy en la colección del Smithsonian, el museo de historia nacional de Washington-, aún el más vendido de todos los tiempos y que le valió el título de ‘sex-symbol’ generacional contra el que se rebeló para hacer carrera en el cine. Cabalgando la segunda ola del movimiento de liberación de la mujer (no habían pasado ni diez años de la protesta en Atlantic City ante el concurso de Miss América de la que surgió la leyenda de la quema de la ‘brassiere’), la serie hizo en realidad más daño a los ‘señoros’ de la época que a las señoras. Cierto que las críticas de los grupos feministas arrecieron desde el principio, señalando la evidente explotación sexual no solo del físico de las actrices, sino también la de las tramas -lo de la mirada masculina propugnada por la teórica británica Laura Mulvey es aquí de manual-, pero fueron los poderosos hombres de los estudios y los medios quienes se encargaron de minimizar su posible impacto empoderador tildándola de "televisión de tetas y culos" o ‘jiggle TV’, referencia al movimiento de los pechos al correr libres de sostén. Con lo fácil que era desmontar el mito ‘bra-less’: las veces que los ángeles salen en pantalla sin sujetador en los primeros 23 episodios se pueden contar con los dedos de las manos; las apariciones en biquini -reservadas para Smith, a Fawcett se la ve un único y no muy lucido momento en bañador enterizo-, con los de una. Cheryl Ladd se ha cansado de repetir que, a partir de la segunda temporada, cuando relevó a Farrah como el ángel Kris Munroe (sí, la hermana, pequeña), todo estuvo siempre ‘en su sitio’. Que no, que lo de marcar pezones nunca fue para tanto.
Sí lo era, en cambio, pensar que las mujeres pudieran abanderar por sí mismas un programa de éxito. "Una de las peores ideas que nos hayan propuesto nunca", dijeron los ejecutivos de la cadena ABC cuando les llegó la serie. Han pasado más de 40 años y muchos siguen sin verlo claro o, peor, pensado igual. Los tiros defensivos de Banks contra quienes jalean el fracaso en la taquilla estadounidense de su versión van por ahí. "Hay 37 películas de Spider-Man y nadie se queja", bramó hace nada la directora. Bueno, si su producto es malo tampoco va a ser culpa del heteropatriarcado. Pero el prejuicio inherente a ‘Los ángeles de Charlie’ viene de lejos, en alas de aquella teoría de la época que Nolan Miller se atrevió a expresar públicamente: "Los hombres la ven por las chicas. Las mujeres, por la moda". Por supuesto: mejor reducir el ‘show’ al onanismo que hablar de profesionales femeninas que se enfrentan y resuelven por sí mismas situaciones de violencia masculina (algunas, sorpresa, escritas por curtidas guionistas como Pat Fiedler, Sue Milburn, Esther Mitchell o Katharyn Powells). Mejor desviar la atención de una empleada que llama a su jefe "cerdo machista y misógino" (Kelly en el episodio ‘Bullseye’) o de una esposa soltándole a su ex que su actitud paternalista "es lo que ha hecho que ya no juguemos más a las casitas" (Sabrina en ‘Target: Angels’) con fenómenos de sastrería y peluquería. Como ha dicho Ladd a propósito de la cuestión, "éramos mitad heroínas, mitad chivos expiatorios".
En 2015, Camille Paglia, ideóloga del revisionismo posfeminista, se alzaba en defensora intelectual de los ángeles desde una columna en ‘Hollywood Reporter’. "Cálido modelo de amistad femenina, criticado como desfile de tetas y culos, era en realidad una serie de acción efervescente que mostraba a unas mujeres inteligentes y audaces trabajando mano a mano con resultados fructíferos", escribía. No mentaba la ropa, ni siquiera los fabulosos peinados de José Eber (con el que Farrah Fawcett cimentó su mito). Tampoco se citan en los numerosos análisis y videorreflexiones surgidos en la Red a propósito del ‘womance’ -¿no sería mejor ‘sormance’?- entre Sabrina y Kelly, una de las historias de amistad femenina más fascinantes jamás contadas en televisión, con su subtexto lésbico y todo (incluso existe un manifiesto al respecto). "Que me perdone Gloria Steinem, pero ‘Los ángeles de Charlie’ hicieron de mí una feminista", proclama la historiadora, periodista y novelista Sarah Vowell, largo tiempo colaboradora del emblemático programa de radio ‘This American Life’. En efecto: buscarle los tres pies feministas e incluso ‘queer’ a aquel gato machista de Aaron Spelling se ha convertido en una especie de cruzada en la que lo que lleven puesto los ángeles es, como ahora recoge la nueva película, lo de menos.Y, sin embargo, la cuestión indumentaria es lo primero que le ha explotado en la cara a Elizabeth Banks. Quizá porque la idea de ‘resetear’ una fantasía de los setenta no sea en realidad más que otro ejercicio de confortable nostalgia en tiempos de incertidumbre. ‘Los ángeles de Charlie’ era mala televisión -entretenida y hoy inevitablemente ‘camp’, pero mala- y buena moda. En su huida hacia adelante, Banks ni siquiera ha logrado lo segundo. Aunque hay que reconocerle el hallazgo definitivo (ojo, que va ‘spoiler’): en 2019, Charlie solo podía vestir ‘blazer’ femenino.
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