En menos de dos semanas, he rechazado dos veces que aparezca mi nombre en un trabajo. No por diva, ni mucho menos, sino porque me niego a firmar algo que no se parece en nada a lo que yo propuse.
A mí el hecho de firmar, de trascender, de que aparezca mi nombre sea como sea, es algo que me importa menos que nada. Si tuviera alguna necesidad de figurar, para empezar, ni siquiera escribiría con seudónimo, que es un subterfugio que sirve para proteger la identidad real de quien tengo alrededor (hijo, ex-marido, amante, ex-amantes, amigos del alma), pero también cumple una función importante: mantiene el ego en su sitio. Esto de la firma, reconozcámoslo, es purito ego.
Cuando estás empezando en esto de escribir, que te dejen firmar con tu nombre es motivo de orgullo y reconocimiento profesional (mira, mamá, salgo aquí, he escrito esto). Cuando llevas varios años y “tienes un nombre” es una carta de presentación, tu currículo, una garantía de tu profesionalidad. Pero creo que hasta ahí llega la función de la firma, nada más.
Con todo, me produce entre vergüenza y admiración el tipo de periodista que siempre muestra que él es más relevante que lo que cuenta, que “su” entrevista es más importante que el entrevistado, o que siempre se las apaña para colar el puesto que ocupa dentro de la publicación, aunque no tenga nada que ver con lo que va a contar después. Lo de la vergüenza es vergüenza ajena, se entiende, pero la admiración es sincera, y siempre me la producen los del autobombo, me fascina que se den tanta importancia.
Me da por pensar que quizá necesitan creer que de esta forma dejan cierta huella, cierta impronta en la vida, que su nombre va a trascender de algún modo para generaciones venideras.
No han entendido que no existe nada más volátil ni menos fiable que la identidad digital. Si la fama siempre ha sido algo pasajero, la fama digital es un suspiro. Nadie se acuerda de ti pasado un mes, a no ser que tenga que recuperar de la hemeroteca algún trapo sucio o tenga que googlear a un nuevo match de Tinder (sí, TODOS lo hemos hecho).
Si la paliza de este año sirve (o debería servir) para algo, es para darnos cuenta de lo poco trascedentes que somos, y que para los únicos que somos relevantes es para quienes tenemos a nuestro alrededor. Esos no necesitan de firmas ni ver tu nombre escrito en ninguna parte, y les importa un pepino el cargo que ostentes.
A los que aman la profesión les resultará duro leer esto, pero yo prefiero que me recuerden por la Pepa que soy antes que por lo que escribo. Que le den a la firma. Cuestión de prioridades.
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