Una estadística asegura que el tercer lunes de enero es el día más triste del año. Pero este 20 de enero Internet se ha despertado con una alegría: el reencuentro público entre Jennifer Aniston y Brad Pitt en la ceremonia de los premios SAG, exactamente 15 años después de su divorcio, coronado además con las victorias de ambos. Él ha ganado como actor secundario por Érase una vez en… Hollywood y ella como actriz de televisión por The Morning Show. Eso del Blue Monday es, en realidad, una pantomima inventada por los comercios tras comprobar que el tercer lunes de enero era el día en el que la gente gastaba menos dinero en compras, agotada (y arruinada) por la resaca de la Navidad y las rebajas. Un equipo de marketing se sacó de la manga el concepto de Blue Monday, una estrategia que pretende que luchemos contra la tristeza colectiva comprándonos algún capricho o reservando algún viaje. Pues la pareja de Brad y Jen son un producto de consumo como cualquier otro. Ellos sin duda han superado su ruptura, ¿por qué el público parece incapaz de hacerlo?
Amaia Montero prometía que “el amor verdadero es tan solo el primero” y, aunque Pitt no fue el primer amor de Aniston ni viceversa, Brad y Jen sí fueron el primer amor de internet. Se conocieron en 1998 en una cita concertada por sus representantes (un detalle que en absoluto es casualidad: sus representantes eran los más interesados en elevar la imagen pública de Pitt y Aniston mediante la anexión de sus dos popularidades), se casaron en 2000 y, para cuando se divorciaron en enero de 2005, el mundo no se parecía en nada al que había visto nacer su amor solo siete años atrás: la cultura de los blogs sensacionalistas había cambiado al forma en la que el público consumía a los famosos. Antes de internet la fama era una consecuencia del arte, después de internet la fama era un valor en sí mismo y una criatura con vida propia que ni las celebridades, ni los periodistas, ni el público eran ya capaces de controlar.
La pareja funcionó como una experiencia piloto para los medios y para el público, que ahora no idolatraba a las parejas como misteriosos iconos de lujo y pasión (Liz Taylor y Richard Burton, Kate Moss y Johnny Depp) sino que tenían un acceso ilimitado a su intimidad. La de Brad y Jen fue la primera relación que cualquiera podía seguir a tiempo real como si de un serial se tratase. Y ellos, al no existir precedentes, obedecieron a su condición de estrellas dándole al público lo que quería: grandes emociones, grandes giros de guión, gran espectáculo.
Por eso su boda costó un millón de dólares. La pareja fue a la peluquería por la mañana para darse las mismas mechas californianas, decoraron el banquete con 50.000 flores y sellaron su amor con 13 minutos de fuegos artificiales sobrevolando el océano Pacífico. Sonó música indie (Radiohead, Garbage, Jeff Buckley), gospel y folclore griega para honrar los antepasados de la novia. Durante sus votos nupciales, ella prometió estar dispuesta siempre a prepararle su batido favorito (de plátano) y, cuando se trabó en una de sus promesas, miró a los invitados y exclamó “¡Oh! Es que no he hecho esto antes”. Todos rieron emocionados: aquella era una boda de verdad, pero estaba montada como el episodio especial de una telecomedia. Era lo más parecido que el público tendría a ver a Rachel casándose.
La Rachel Green de Friends era la respuesta televisiva a las chicas de al lado que tan de moda estaban en el cine de los 90 (Meg Ryan, Sandra Bullock), pero con cierto sarcasmo autocompasivo: Rachel era la más humana de un grupo de amigos que, con el paso de las temporadas, se fue volviendo más caricaturesco. Sabía reírse de sus miserias, no se disculpaba por su frivolidad (¿puede haber mejor definición de personaje que “dice que su película favorita es Las amistades peligrosas pero en realidad es Este muerto está muy vivo”?) y nunca dejaba de tratar con cariño a los demás. Empezó la serie como una niñata sin idea de cómo funciona el mundo real (y encima vestida de novia) y la acabó como una madre, novia y amiga que había aprendido a valerse por sí misma. Pero Rachel nunca dejó de necesitar la ayuda de los demás para ejercer como adulta.
Como 10 años son muchos, el público es incapaz de mirar a Jennifer Aniston y no asumir que es literalmente Rachel. Que tiene su misma personalidad, su ambición profesional y sus necesidades afectivas. (Que ella haya protagonizado docenas de comedias románticas en las que interpretaba distintas versiones de Rachel tampoco ha ayudado). Y los medios de comunicación online ofrecen la posibilidad de seguir las desventuras sentimentales del personaje: el único final feliz posible para ella es acabar con su gran amor, con el caballero que la llevó al altar por primera vez, y retomar la relación perfecta que fue interrumpida por una villana vestida de negro. Jennifer Aniston acaba de cumplir 50 años y todavía tiene que demostrar su autonomía porque todo el mundo la sigue viendo como una chiquilla en apuros, neurótica y en proceso de construir su vida adulta. Nadie la trata como a un ser humano porque todo el mundo la sigue viendo como el personaje de una comedia romántica.
Ningún guionista de telenovela habría creado una antagonista mejor que Angelina Jolie: era la antítesis estética de Aniston (morena, piel pálida, tatuajes, profusamente fértil) y enseguida se asentó la narrativa de que era una femme fatale que le había robado el marido a la chica de al lado con malas artes (probablemente utilizando el sexo como arma, quizá mediante la magia negra). Nadie se molestó en atribuirle responsabilidad alguna a Brad Pitt. En 2005 las camisetas con “team Aniston” (equipo Aniston) se vendían 25 veces más que las de “team Jolie”. Cuando se divorciaron, Aniston abandonó la productora que habían fundado juntos (llamada Bloc en homenaje a las tardes que el matrimonio se pasaba jugando al Scrabble, ellos eran así de campechanos) y él, ya en solitario, produjo cinco nominadas al Oscar (El árbol de la vida, Moneyball, Selma, La gran apuesta, El vicio del poder) y tres ganadoras: Infiltrados, 12 años de esclavitud y Moonlight. Mientras tanto, Aniston se dedicaba a promocionar sus comedias románticas aptas para tíos (sus parejas nunca son galanes sino cómicos como Adam Sandler, Jim Carrey, Ben Stiller, Owen Wilson o Vince Vaughn) actualizando al planeta con detalles sobre su estado sentimental. Nunca contaba demasiado, pero siempre suficiente para mantener al público intrigado. La vida de Aniston era un culebrón por entregas.
En 2006 se puso a llorar varias veces durante una entrevista para Vanity Fair. Criticó que su exmarido carecía del chip de la empatía, se mostraba vulnerable al confesar que había leído una revista sensacionalista (en la que la llamaban “maruja”) y le había arruinado un día entero y negaba que su telenovela hubiese contado con estrellas invitadas del calibre de Oprah Winfrey (quien se rumoreó que había organizado una cita para tratar de reconciliar a la pareja). “Una noche estábamos en casa mirando la tele, algo que nos encantaba hacer juntos” recordaba entonces la actriz, “y de repente empezó un programa llamado Es genial ser Brad y Jen, que contaba nuestro viaje a Escocia y a Grecia en dos caravanas a juego. Esa no era mi vida, yo nunca había estado en algunos de los sitios que aparecían, pero hasta yo acabé enganchándome al programa. Nos miramos y dijimos ‘pues sí, debe de ser genial ser Brad y Jen’”. En aquel reportaje confesaba que no tenía ningún trato con Pitt, pero que confiaba en volver a ser amigos algún día.
Mientras Pitt se mostraba más torpe en su trato con la prensa (en una entrevista contó que su vida era muy aburrida durante su matrimonio con Aniston, una insinuación por la que después se disculparía), ella comenzó a profesionalizar su imagen de exnovia de América. No le tembló el pulso al asegurar que “no estuvo bien” que Jolie alardease de las ganas que tenía de que sus hijos creciesen para ponerles “la película en la que sus padres se enamoraron” (Señor y señora Smith, en cuyo rodaje Pitt seguía casado con Aniston), defendía su derecho a no tener hijos y a estar soltera (“mis matrimonios han sido un éxito, porque se acabaron porque no quise quedarme en ellos por miedo a la soledad”) y explicaba sus películas con referencias veladas y plenamente autonconscientes a su imagen pública: “Una pareja de tres trata sobre tener expectativas, ser joven y soñar a lo grande con toda al vida por delante pero algunas cosas no salen como esperabas y sufres por ello”.
Cuando se estrenó aquella película, en 2008, Aniston desveló que había vuelto a tener contacto con su exmarido pero solo para darse la enhorabuena en ocasiones especiales. Desde entonces ha vivido un tira y afloja constante con su propia celebridad: no quiere seguir siendo la solterona oficial de Hollywood, pero tampoco puede cerrar del todo la puerta de su vida privada. Tal y como admiró Roger Ebert, el único crítico de cine ganador del Pulitzer, “cada vez que veo a Jennifer Aniston en la pantalla pienso ‘hey, una amiga mía se ha colado en esa peli con todas esas estrellas’”: su cercanía, su humanidad y su naturalidad son esenciales para su éxito. Si lleva 15 años en el top 10 de las actrices mejor pagadas del mundo no es solo por sus películas sino también por ser imagen de productos de cosmética, decoración y estilo de vida. ¿Qué otra actriz, aparte de Gwyneth Paltrow, compartiría sus secretos de belleza en entrevistas vinculándolos además a la autoayuda? “Un mal pelo puede empujarte a empezar el día con mal pie, por eso es agradable tener buen pelo para poder concentrarse en el resto de cosas de tu vida que van mal”, asegura Aniston.
Cuando se hizo Instagram en octubre del año pasado para promocionar The Morning Show inauguró su cuenta con una foto del reparto completo de Friends (una vez más, Rachel pidiéndole ayuda a los demás) y batió el récord de los duques de Sussex con un millón de seguidores en cinco horas y 16 minutos, llegando a colapsar la aplicación: el botón de “seguir” dejó de funcionar. El público nunca parece cansarse de ver a Jennifer Aniston siendo feliz, pero su relato no quedará completo hasta que no alcance el desenlace canónico de los cuentos de hadas: debe casarse con su príncipe, tener hijos y comer perdices o lo que sea que coman ahora en Hollywood. Pero que se casen.
Por eso las imágenes de su reencuentro, las primeras en público desde su divorcio, tienen un poder emocional incomparable: son auténticas, son estéticamente hermosas y a la vez contienen todos los ingredientes de una buena telenovela. Él encaja en el rol de galán romántico (vestido de traje, afeitado, con el pelo dorado) y ella va vestida de novia. La fotonovela le muestra a él, sobrio, inmóvil y de pie, mientras ella se acerca a saludarlo con una energía más vivaracha; cuando ella comienza a alejarse, él le agarra la mano con fuerza (sin dejar de permanecer inmóvil pero ahora con una iniciativa tradicional masculina) atrayendo toda la atención de la fotografía al enorme anillo que la actriz lleva en el dedo. No es un anillo de compromiso, pero la imagen cuenta una historia preciosa que el público está deseando creer aunque sea por unos segundos. No hay vídeo del momento todavía, pero probablemente resulte menos espectacular que la fotonovela que nos hemos montado todos: Brad y Jen, maduros pero a la vez exactamente iguales que hace 20 años, sonriéndose con una profesionalidad calculada que demuestra por qué son estrellas. Brad y Jen personificando la fantasía que la cultura pop ha moldeado en torno a ellos, abrazando su propio mito, concediendo una pequeña ilusión a sus admiradores plebeyos.
Cabe suponer que ese saludo rodeado de cámaras estuvo, sin duda, precedido por un intercambio de mensajes y llamadas para acordar las condiciones del encuentro. Que actúen con naturalidad no significa que ambos no sean perfectamente conscientes del impacto mediático, cultural y sentimental de ese saludo. El relato se completa además con el plano de ella mirando a Pitt con ternura mientras él bromea que su personaje fue difícil porque “está emporrado, se quita la camiseta y se lleva mal con su mujer” y con el vídeo después de él viendo en un monitor, no sin cierta incomodidad ante la presencia de las cámaras, cómo ella recoge su galardón.
Ellos parecen llevar con mucha más naturalidad su amistad (Pitt pasó Acción de gracias en casa de Aniston) que el público. Porque del mismo modo que los fans de Juego de tronos se enfadaron con su última temporada, el público considera que Brad y Jen les pertenecen y, por tanto, les deben un final a su gusto. Su matrimonio fue una relación auténtica entre dos personas enamoradas, pero además una alianza mediática (ella elevaba su estatus ante su inminente salto al cine, él se humanizaba) que se nutrió de las emociones del público. Ese público no pudo evitar creer que Brad y Jen eran sus amigos, porque Brad y Jen (consciente, inconscientemente o aconsejados por sus publicistas) alimentaron esa percepción para beneficiar su imagen pública. Y los amigos de verdad son lo que nunca flaquean en su lealtad, nunca pierden el contacto y nunca dejan de meterse en tu vida sentimental. Esta mañana las redes sociales han amanecido llenas de cariño hacia Pitt y Aniston. No se recuerda un Blue Monday tan feliz. Porque puede que nuestros padres dejasen de contarnos cuentos de hadas, pero cuando crecemos seguimos contándonoslos a nosotros mismos.
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