Y va el señor Trump, la noche electoral y allí mismo, en la Casa Blanca donde vive, probablemente el símbolo más conocido y potente de la democracia americana, se proclama vencedor de unas elecciones que no ha ganado e inmediatamente después dice que han sido un fraude. A ningún guionista se le hubiera ocurrido una escena así. El oxímoron es insuperable. Como los obesos mórbidos que se suben a sus carricoches con motor para poder ir a comprar pollo frito; o el récord de ventas de armas en el país, 19 millones de unidades, de los últimos meses para estar seguros. La realidad resulta inquietante.
Que el presidente comparezca así, en pleno recuento, y amenace con llevar el resultado al Tribunal Supremo es la culminación de un discurso que lleva meses haciendo. Un personaje puramente americano, creación puramente americana que, puramente americano también, se les fue de las manos. Como Bin Laden. Como los gordos motorizados. Lo revelador no es solo la gravedad de lo que dice y de las acciones que desate, suyas, de los suyos o de los otros, ni que agriete aún más la democracia de su país y la sociedad, sino que lo haga y no suceda nada porque se perciba ya hasta normal. La realidad más terrible que el oxímoron y el personaje encierran es la desafección que lo permiten e, incluso, justifican.
Seguimos las elecciones americanas y las comentamos como si fuesen nuestras porque sentimos, o han logrado hacernos sentir, que lo son. No es una cuestión de política, porque no nos cambiará, y no hablo de estos dos candidatos en concreto, demasiado la vida tener a uno u otro presidente, sino de espectáculo. Es el showtime lo que vemos y sentimos, sin serlo, nuestro. La disparatada película en directo. Pero la desafección que creó a Trump y que él capitaliza y exprime hasta el exceso sí lo son. Es el símbolo perfecto, y la consecuencia, de un hastío de instituciones, partidos y políticos que se extienden por el mundo. Trump es tan nuestro como de los rednecks de Alabama. Al menos, como señal de alarma. De nosotros, de todos, depende en qué nos fijamos: en la bombilla roja de la alerta o en las lucecitas de colores del showtime.
David López Canales es periodista freelance colaborador de Vanity Fair y autor del libro ‘El traficante’. Puedes seguir sus historias en su Instagram y en su Twitter.
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