El misterio rodea la figura de William Shakespeare (1564-1616), el más grande escritor en lengua inglesa según el canon y el dramaturgo más inspirado de la historia. De hecho, la investigación acerca de la identidad del autor de «Macbeth», «Romeo y Julieta» o «Hamlet» no deja de producir frutos. Las teorías son inacabables: las hay que afirman que Shakespeare oculta a un colectivo de escritores; que es el seudónimo del séptimo Conde de Oxford, del filósofo Francis Bacon o del dramaturgo Christopher Marlowe; o incluso que fue una mujer, Amelia Bassano Lanier, una rica mujer judía de origen italiano conocida como «la dama oscura», que fue además la primera que publicó un libro de poesía, en 1611. Ninguna de estas investigaciones tiene que ver con Judith Shakespeare, un personaje totalmente imaginario que, sin embargo, tiene tanta o más trascendencia que las elucubraciones históricas.
Judith Shakespeare, la hermana que el escritor pudo tener, es un personal creado por Virgina Woolf en el ensayo «Una habitación propia» (1929), en el que explicaba las dificultades que las mujeres se encuentran a la hora de acceder a la escritura y el conocimiento. Woolf imaginó qué hubiera pasado con el talento literario de la hermana de William Shakespeare, que es lo mismo que imaginar qué hubiera sucedido si William Shakespeare hubiera sido una mujer. «Tenía el mismo espíritu de aventura, la misma imaginación, las mismas ansias de ver el mundo que él. Pero no la mandaron a la escuela”, escribe Woolf, quien también tuvo que aprender en casa mientras sus hermanos acudían al colegio. En su ficción, Judith Shakespeare lucha infructuosamente por ser escritora. Para evitar un matrimonio no deseado, escapa a Londres, donde vive en penosas condiciones hasta que se suicida, tirándose bajo las ruedas de un ómnibus.
Vista hoy, la historia de Judith puede parecernos extemporánea, sobre todo porque cada vez vemos a más mujeres dedicadas a la escritura, con importantes premios literarios y muchas ventas. Sin embargo, seguimos lejos de la paridad en autoridad, premios y publicación, sobre todo en los géneros más cercanos al conocimiento y la autoridad. Es cierto que hoy vamos, si así lo queremos, a la universidad, pero aún seguimos capturadas por las ocupaciones que se le suponen a las mujeres y las exigencias de lo femenino, tan demandantes en cuanto a tiempo que complican la dedicación que requieren las materias más relacionadas con el pensamiento. Puede que se nos hayan abierto las puertas de la ficción, pero el ensayo, el lugar donde se despliega el conocimiento, sigue siendo territorio masculino. La autoridad sigue siendo cosas de hombres.
Según el estudio Fundación Germán Sánchez Ruipérez, las mujeres leen más libros en general, más libros de literatura, y demuestran un mayor interés por la lectura. Sin embargo, en el territorio ensayístico, los hombres firman el 80% de las obras y las mujeres, apenas un 20%. El dato procede de una investigación de la Asociación Clásicas y Modernas realizada por Rosa María Rodríguez Magda y Pilar Pastor Eixarch, ¿Donde están las mujeres en el ensayo? (2020), sobre 879 obras publicadas entre enero de 2017 y diciembre de 2018 en las principales editoriales españolas. Puede que cada vez sea más fácil para nosotras imaginar y hayamos abierto una brecha en el novelar, pero pensar sigue siendo una tarea mayoritariamente masculina en la que aún apenas hemos abierto una brecha. En ese territorio, Judith Shakespeare sigue estando viva.
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