Me gustan los hoteles porque son impersonales. Todos pasamos por sus pasillos como fantasmas, sin pasado y sin futuro. A veces pienso en nombres falsos bajo los que me gustaría registrarme en recepción, como en las películas, pero luego nunca me atrevo. Me gustan los hoteles asépticos y minimalistas, también los hoteles decadentes y ruinosos, y los moteles de Los Ángeles con su Biblia en la mesita de noche y su cadáver flotando en la piscina. Rezuman esa sensación de estar de paso, de fugacidad, que es con la que me gusta a mí pasar por la vida. Pero esta predilección que siento hacia los hoteles también se debe a ciertos traumas en el pasado. Déjenme que les cuente.
Una vez tuve una boda de un amigo en Bilbao. Conseguí engañar a la directora de una revista para que me dejara quedarme unos días más y así escribir sobre una exposición en el Guggenheim. Mis amigos más modernos me habían estado hablando de las ventajas de un nuevo sistema de alquiler y turismo que empezaba a dar que hablar: Airbnb. Y quise probar. Estuve mirando opciones y me convenció un vistoso piso en el Casco Viejo a un precio más que asequible: “Caray con esto de Airbnb, pues sí que merece la pena”, pensé. Las fotos de un salón lleno de pósteres de películas de Wes Anderson y con unas portadas enmarcadas del New Yorker terminaron por convencerme de que era una casa para mí. Imbécil y cultureta. Lo tengo todo.
Cuando llegué al piso, con mi portatrajes al hombro, me encontré a un hombre muy amable jugando con su hijo pequeño. Me enseñó el piso. Era como las fotos. Cuando terminamos la tournée, me dejó las llaves. Pero no se fue. Continuamos los dos de pie, de palique en el salón, hablando sobre la vida y sobre Wes Anderson, pero de ahí no se movía nadie. Yo solo quería deshacer el equipaje y darme una ducha reparadora, así que lo invité con suma delicadeza a irse de su propia casa. Su cara de estupor aún se me aparece en algunas noches de invierno. Fue justo entonces cuando el terror se apoderó de mí y comprendí, en cuestión de segundos, lo que estaba sucediendo: había alquilado una habitación, no el piso entero. Y no una habitación cualquiera, no. Había alquilado la habitación del hijo pequeño. Con su cama-reproducción de un coche de Fórmula 1, con sus pósteres de dinosaurios, con sus peluches y con el mobiliario de un niño de ocho años o de un hobbit. Hay determinados detalles inofensivos que, colocados fuera de contexto, pueden ser sumamente inquietantes, como cuando en una película de terror comienza a sonar una canción infantil proveniente de una caja de música con una bailarina girando. Aquello era igual. Todo a mi alrededor en esa habitación infantil resultaba amenazador. Y yo era la bailarina.
Preferí no decir nada y, excusando una llamada de trabajo, salí a la calle para poner en orden mis ideas. Llamé a todos los hoteles de Bilbao. Completo. Imposible. Precios astronómicos. Derrotado, volví a mi nuevo hogar. Uno nunca sabe lo perturbador que puede resultar colocar tus cosas en la habitación de un niño al que no conoces, como si te hubieras colado en su cuarto. Las perchas no valían para mi ropa y las camisas se quedaban arrastrando por ser demasiado largas para el armario. Todo era una escena absurda, una ópera bufa. Hay momentos puntuales que uno nunca olvida. Mi imagen sentado en soledad en aquella cama-reproducción de un coche de Fórmula 1, mirando abatido mi chaqué colgado de una percha de Goofy, ya forma parte de mí.
Esa noche salí a cenar, tomé una copa con unos amigos y luego entré en la casa de mis queridos desconocidos sin hacer ruido: lo más parecido a un allanamiento de morada que he experimentado nunca. Pasé el resto de la noche en vela. Tumbado en esa cama de la que se me salían los pies. Podía notar en la oscuridad los ojos de cristal de un pato de peluche mirándome fijamente, juzgándome: “¿Qué estás haciendo con tu vida, Javier? ¿Era esto lo que soñabas para tus 30 años? Tu amigo se casa mañana y tú mírate”. En muchos hoteles me han asaltado dudas parecidas. Pero para eso inventaron el minibar.
A la mañana siguiente desayuné en la cocina con ellos, bajo un silencio ensordecedor, con mi chaqué puesto. Al menos tenían Golden Grahams. Les puse cinco estrellas.
Columna publicada en el número de octubre de Vanity Fair.
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