Mejor, imperfecta

Los dentistas y yo tenemos una relación difícil. Voy, como todo el mundo, porque los necesito, pero ante ellos tengo que defender con uñas y dientes (valga la redundancia) mis imperfecciones: todos, sin excepción, se empeñan en estrategias para “arreglar” la desigualdad de mis incisivos delanteros. Yo les agradezco el consejo, pero son parte de mi identidad, y no pienso renunciar a ella.

Recuerdo especialmente a una señora ultra pija (con bien de cardado y laca) que quería “instalarme” unas carillas de relleno que los adelantaran hasta la altura de mis colmillos, convirtiéndome en una suerte de mula Francis a la que le iba a resultar complicado hasta cerrar la boca. Esta señora, dicho sea de paso, era el escaparate mismo de su, llamémosla, técnica, mostrando unos dientes irreales, de un blanco cegador, que parecían los azulejos de una marisquería, de puro falsos. No daba crédito cuando le expliqué que sus dientes no me parecían nada bonitos, que me resultaban perturbadores.

La perfección y la belleza, qué conceptos más subjetivos.

Todo lo que amo tiene su punto de imperfecto, de incorrecto y hasta de asilvestrao. Los jardines antinaturales, de setos perfilados, las praderas de césped recortadito, me causan desconfort. También las casas creadas a golpe de talonario y decorador, falsamente minimalistas y escandalosamente pretenciosas.

Hay gente que es así, como las casas, como los setos, como los dientes de azulejo de aquella señora: pretenden ser bellos y se esfuerzan por ser perfectos, pero solo consiguen perturbarme.

El auténtico trabajo para conseguir amarse no es esforzarse por llegar a una versión mejorada y 5.0 de una misma, cambiando lo que es imposible de cambiar, sino aprender a valorar todas esas «imperfecciones» que tenemos.

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