La no Navidad de Salvador Illa

Jamás entendí a los que se abrazaban en los aeropuertos como si llevaran una vida entera sin verse. Diecisiete años después de su estreno, la introducción y el epílogo de la navideña Love Actually, con gente celebrando la llegada del familiar o del amigo en la terminal de “Llegadas” de Heathrow, me resulta anacrónica, pero no por la pandemia, también me pasaba en 2019. Hasta marzo continué viendo pancartas cada vez que aterrizaba de las semanas de la moda de Milán o de París o de cualquier vacación. ¿Es que los implicados no pudieron hacer facetime unas horas antes de que el viajante embarcara? No es como la llegada del soldado al hogar familiar en la campiña francesa, doblando la colina, la mujer tendiendo la ropa y dejando caer la última prenda de la emoción antes de recorrer la mitad del camino entre sollozos. En aquel entonces, aunque su marido escribiera a diario desde el frente, la vuelta a casa, proveniente de Ítaca, era sinónimo de que había esquivado un buen puñado de balas. Yo me quejaba y ellos seguían demostrando su amor con banderas improvisadas en papel de estraza y arcoíris colereados con plastidecor. Pero “no es la incomunicación, estúpido”, reparé; es la recuperación contacto físico lo que aplaudían, lo que les hacía entonar las lágrimas.

El pasado martes, Salvador Illa nos condenó a una Navidad sin roce, y lo que es peor, a una Navidad minimal. “El ministro filósofo, que no médico”, en palabras de la ocurrente Ayuso, pronosticaba gafe una Navidad Zoom, quién sabe si con todos confinados por autonomías y las líneas del mapa que nos dividen por regiones, metáfora del gran muro que nos separa de los caminantes blancos, los otros.

Me pasé los dos primeros meses de la pandemia separado de mi madre y de casi todo el mundo. Aunque somos vecinos a 200 metros de distancia y una vez nos dejaron salir a pasear procuraba rondar su portal haciendo coincidir mi horario de salida con el suyo, allá por abril nos saludábamos a tres metros. Algunos días en que estaba autorizado a coger el coche, me pasaba a la ida o la vuelta y aparcaba delante de su casa, ella me bajaba guisos en tupperwares que metía en el maletero y agitábamos la mano en señal de saludo desde nuestras escafandras, cada vez con más pena y menos fuerzas. No fue hasta junio que se permitió darme un abrazo de lado.

Desde entonces nos hemos visto regularmente, pero siempre con mascarillas o multiplicando la distancia. Es fácil que hayamos quedado ya más de 100 veces de los 218 días que llevamos desde el primer estado de alarma. Balance: un solo contacto escorado. A mi madre. Una distopía que no puede ser más radicalmente distinta de la comedia romántica que escribió Richard Curtis. Si no fuera por los abrazos que le doy a mi hijo pequeñísimo, excepto cuando se los pido y me responde muy autosuficiente “No ase falta”, pensaría que mis extremidades podrían llegar a atrofiarse y encoger hasta el hombro como en un cuento de Boris Vian. Si tiene un talento el ser humano es el de sobreponerse. Es su instinto de supervivencia irrenunciable, y ya me estoy acostumbrando.

Esta mañana he visto que los memes de la pandemia, con el “Todo va a salir bien” a la cabeza, están mutando. Ahora los ingeniosos hacedores de las redes sociales prefieren viralizar el más preciso “Todo va a salir regulinchi”, como si Mr. Wonderful se hubiera ido de cubatas con el Grinch, que vino a robarnos la Navidad. ¿Es Illa el Grinch o lo han sido nuestros abrazos?

Hay una cadena de restauración muy popular en Madrid que hace buenas ofertas si compras cuatro sándwiches desde hace más de 20 años. De joven yo me solía pedir cuatro y siempre empezaba comiéndome el de salami, que era el que no me gustaba, solo para que los otros tres me supieran mejor. No es una costumbre por la que mereciera el Nobel, pero me servía para apreciar lo que iba a continuación. Y pasa un poco lo mismo con el contacto físico. Adolfo García Sastre, director del Instituto de Salud Global y Patógenos emergentes del Hospital Monte Sinaí de Nueva York, explicó hace pocos días que lo previsible es que recuperemos la total normalidad a finales de 2021, por lo que el pronóstico de Illa pasa de ser una mala pesadilla a una casi certeza.

Es más probable que el virus desaparezca cuando demos con una vacuna efectiva a que lo haga de repente, como por ensoñación, por lo que, desgraciadamente, esta Navidad será una No-vidad. Y no ha sido gratis lo que he traído a colación de los sándwiches. Prefería sacrificarme al principio (no dar abrazos) para poder expresarme con normalidad debajo del muérdago. Otros más inteligentes que yo habrían preferido empezar por el sándwich de tomate, seguir con el de queso con nueces y coronar con el de pollo al curry, confiar en saciarse a tiempo y no necesitar ya el de salami. Y creo que ahora sí me merezco el Nobel de Literatura por esta analogía irrebatible. Lo mejor de todo es que en este escenario de crisis sanitaria también podemos elegir.

“Y durante lo que se me antojó una eternidad seguimos allí de pie, en lo alto de aquel campo, sin decir nada, abrazándonos, mientras el viento soplaba contra nosotros y nos tiraba de la ropa, y seguimos aferrándonos el uno al otro como si fuera la única manera de impedir que nos arrastrara al fondo de la noche”, decía Ishiguro. Yo no entendía a la gente que se abrazaba en los aeropuertos como si llevaran una vida entera sin verse, pero ahora la entiendo.

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