La marisquería barcelonesa sin rótulo en la puerta que seduce a Francis Ford Coppola celebra 40 años

Si la misma noche que has recogido tu premio Príncipe de Asturias de las Artes coges tu jet privado y te vas a Barcelona a cenar, está claro que eres un apasionado de ese restaurante. Eso hizo en 2015Francis Ford Coppola: recorrer los 900 kilómetros de distancia entre Oviedo y el Passadís del Pep solo para disfrutar de la barra libre de mariscos con vinos sibaritas que le tenía preparada su amigo Joan Manubens. El director de El Padrino debía estar en Italia al día siguiente, pero hizo una escala nocturna solo para comer en ese escondido local del barrio del Born, que este mes celebra su 40 aniversario. No era la primera vez que estaba allí, ni será la última que lo haga. De todos es sabido que Coppola es un bon vivant, amante de la gastronomía y del vino -que él mismo produce en susviñedos de Napa Valley-, pero ¿por qué siempre elige este restaurante, aparentemente sencillo, por delante de cualquier tres estrellas Michelin de la ciudad?

Pues porque el Passadís del Pep es un lugar singular que reúne producto fresco del día de primerísima calidad y un ambiente familiar totalmente discreto creado por un carismático personaje, generoso, afable y gran viajero, con el que el cineasta se entendió desde el primer momento. “Su conexión fue muy emocional, porque mi padre no hablaba inglés, pero se comprendían perfectamente”, recuerda ahora su hijo, un treintañero del mismo nombre, que ha asumido las riendas del local tras la muerte del fundador en 2017, a los 61 años, manteniendo la misma filosofía, la decoración y los trabajadores, algunos de los cuales, como su fiel maître Modesto Baena, llevan allí toda la vida.

“Cuando supo del fallecimiento, Coppola me dijo que en cuanto pudiera vendría para rendirle un homenaje”, cuenta el joven, que estuvo presente en esa famosa cena de 2015. “Mi padre reunió a varios amigos, entre los que estaba Quim Vila, propietario de Vila Viniteca, que trajo vinos excepcionales de los que Coppola disfrutó mucho”. También lo hizo con todo lo que le sirvieron sin preguntar: cañaillas gratinadas, almejas gallegas, gambas rojas mediterráneas, cigalas, arrocito con chipirón, pa amb tomàquet, sus gelatinosas cocochas…

Un establecimiento singular, sin carta ni letrero en la puerta

Porque si alguna cosa distingue a este restaurante del resto es que no hay carta. Toda una transgresión que fue rompedora en su momento: el comensal se deja llevar por la compra del día, realizada con criterios de calidad y temporada. Es así desde los años 80, y por ello sus blancos manteles siempre han acogido desde gourmets a nombres famosos, no solo de la realeza (el mismo Juan Carlos I) y de Hollywood (como Richard Gere, George Clooney o Michael Douglas), sino también políticos, artistas o deportistas de élite. Marc Márquez estuvo hace tan solo unos días.

En poco tiempo el restaurante se convirtió en el lugar idóneo para darse un festival de marisco y alcanzó prestigio internacional (The New York Times le hizo en 1987 una reseña que atrajo innumerables curiosos) mucho antes de que Barcelona fuera una ciudad gastronómica de nivel. Y lo mantuvo. En 2014 apareció en la guía Zagat, votada por los lectores, y este año en la OAD (Opinionated About Dining), en el apartado de restaurantes tradicionales europeos.

“Yo no estaba siempre en el restaurante pero cuando llegaba alguien que admiraba me traía para que lo conociera; pasó con Coppola y también con Harrison Ford y Calista Flockhart que venían a comer en 2004 cuando ella estaba rodando en Barcelona”, me cuenta Joan Manubens, sentado en una de las mesas de este local con varios espacios, que ha crecido con el tiempo aunque no pasa de 80 comensales (“la cifra ideal para mi padre”), no tiene mesa número 13 porque respetan la superstición del fundador (“una vez tuvimos que partir una mesa grande en dos para que hubiera 14”) ni tampoco rótulo en la puerta. “Creo que cuando abrieron tenían tanto qué hacer que fueron dejándolo para más tarde, al final nunca se puso y hoy es una seña de identidad de la casa”, recuerda el actual propietario, que ha escuchado varias versiones sobre el origen del local.

Del taller mecánico a fundar un local distinto a todos

Lo único cierto es que Joan Manubens no nació con vocación de restaurador. Lo suyo eran las motos, le gustaba conducirlas y trabajaba en un taller mecánico cuando su hermano Pep, que tenía un frankfurt muy popular en el Born, lo llamó en 1979 porque necesitaba abrir otro local adicional que tuviera cocina para abastecer de platos calientes a su propio bar. Joan aceptó (de hecho, reparar vehículos se le daba fatal), y fue su madre, Pilar, la encargada de manejar con destreza los fogones en aquel espacio de entonces solo 30 metros cuadrados y 6 mesas.

Al restaurante se accedía –y se accede– por un largo pasillo, que es el origen espontáneo de su nombre, passadís en catalán. Aunque Pep fue su creador, Joan encajó muy bien en el papel de director yenseguida se hizo con una buena clientela.Su carácter abierto y amable lo convertían en un excelente relaciones públicas que, poco a poco fue llenando su establecimiento de delicatesen y buen marisco, a veces desconocido. “Compró cañaillas, que gratinaba y como nadie las pedía, las regalaba a los clientes, que cuando volvían, siempre repetían; la abuela se enfadaba por el gasto, pero él fue un pionero del marketing”, recuerda su hijo.

Con igual naturalidad se prescindió de la carta. Claro que si uno quería podía comer solo un arroz, pero eso no era –ni es– lo habitual, sobre todo en los años del esplendor olímpico y durante el boom económico de los 2000. En esa Barcelona que salía de noche y de día, todo el que iba a El Passadís del Pep se ponía las botas. Las langostas volaban. Y las facturas se llenaban de ceros.

El hijo: la historia del padre vivida al revés

“Mi padre te miraba a los ojos, y ya sabía lo que querías pedir”, recuerda el joven Manubens (de pequeño Juanitu), que ha heredado ese trato afable y cercano con la clientela y quiere seguir con el negocio familiar. No siempre fue así.Curiosamente, si el padre empezó en la automoción y viró hacia la restauración, el hijo primero se hizo cocinero, y un tiempo después dejó las cazuelas para estudiar mecánica y trabajar de profesor en ese sector.La muerte prematura de su progenitor le hizo replantearse las cosas, y con la ayuda de su tío Pep y de su pareja, Laura, decidió asumir el control del restaurante: “Solo soy gestor de lo que hizo mi padre, el conservador que quita el polvo al cuadro, pero que no cambia nada”.

El arte y los artistas: la caricatura de Tàpies

En el Passadís del Pep las bandejas de marisco alegran las mesas (en las que ahora se ven muchos más turistas que hace unas décadas) pero, a diferencia de otros locales históricos, no podemos hacernosuna idea de todos los personajes que han pasado mirando las paredes. Los Manubens no se hacen fotos de los famosos y las cuelgan, “porque aquí la gente viene a relajarse”.Hay que leer antiguas crónicas, preguntar e incluso rebuscar en la propia memoria para recordar que han estado Ricky Martin, Spike Lee, Sigourney Weaver, Bono (U2), Robert de Niro o Woody Allen (que se tiene sus croquetas preferidas); toda la alta burguesía de la ciudad, deportistas como Marc Gasol, Gerard Piqué, Ernesto Valverde, Sergi Roberto y muchos artistas plásticos puesto que su fundador era un apasionado de la pintura.

Antes que con imágenes de clientes, Manubens prefería adornar el local con un Muxart, un Amat, con su propio retrato firmado por Perico Pastor o con las caricaturas que allí mismo dibujaba Antoni Tàpies. “Mi padre compraba arte cuando sentía una emoción con la obra, nunca como inversión”, recuerda el hijo. Hasta editó un recetario de lujo ilustrado con obras de Pazos, Evru, Guinovart y Casanoves para celebrar el 26 aniversario del restaurante.

¿Qué comió Donald Trump? ¿Y Arnold Schwarzenegger?

También escritores, humoristas o cantautores, como Manuel Vázquez Montalbán, Eugenio, Joan Manuel Serrat o Mari Pau Janer, eran amigos de Manubens, que acogía a todo el mundo pero no soportaba que los famosos llegaran rodeados de guardaespaldas. Odiaba las armas. Fue el caso de Nicolas Cage, el sobrino de Coppola, que se lo pasó pipa en el Passadís en el 2003 en un viaje turístico a Barcelona (bien protegido de paparazzi) con el hijo del cineasta, Roman, y el actor Crispín Glover, evidentemente siguiendo una recomendación del director.

También llegó bien protegido Donald Trump una noche de mediados de los 2000. Cenó en un reservado junto a Melania después de dar una conferencia en la ciudad. En el paraíso del marisco, el futuro presidente de los EEUU tomó un sencillo pescado a la plancha, una ensalada y una fruta, curiosamente regados con Coca-Cola (tal vez por aquello de America first). El caso de Arnold Schwarzenegger todavía es más surrealista ya que no quiso ni tan siquiera una sardina, sino que pidió pollo. “No teníamos, así que se lo pedimos a una vecina que había trabajado un tiempo en el restaurante y nos lo bajó”, ríe Joan Manubens.

Igualmente, Margaret Thatcher comió –ella sí probó de todo– poco antes de los JJOO junto al constructor del Hotel Arts, gran amigo de Joan Manubens. Su hijo recuerda que él fue uno de los primeros en visitar elhotel-rascacielos unas horas antes de su apertura: “Me contó que una señora iba detrás de ellos limpiando los pomos de las puertas que tocaban para que todo quedará impoluto”.

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El refugio de Coppola

Pero nadie ha dejado tan buen recuerdo en la casa como el italo-americano Francis Ford Coppola. Inmerso en su próximo proyecto, Megalopolis, acaba de confesar que odia las grandes franquicias cinematográficas que ahora inundan la cartelera porque, dice, no son inspiradoras ni arriesgadas. “Mi padre lo quería tanto que nos hacía ver sus películas a mí y a mi hermana, que, incapaces de entender a nuestra edad El Padrino o Drácula, disfrutábamos con La fuerza del viento, una película de acción que produjo en los 90”, comenta.

El joven recuerda al director hablando maravillas de films suyos como Apocalypse Now, pero también comentando que en el mundo del vino encontraba refugio ante los sinsabores de Hollywood. No resulta difícil imaginar a Manubens padre y a Coppola compartir su amor por la belleza, la cultura mediterránea, el cine y el arte con la mesa repleta de crustáceos y una copa de una añada especial en mano. Casi sin palabras. Sus sabrosos encuentros gastronómicos en el Passadís y sus tentadoras compras de vino conjuntas (a veces cajas enteras que Coppola cargaba en su jet) eran películas intensas. Nada que ver con las repetitivas sagas de superhéroes.

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