¿La desigualdad es la bomba?, por Caitlin Moran

En algunos aspectos, la extrema pobreza se parece mucho a la extrema riqueza. Sobre todo, en el hecho de que ambos segmentos se sienten libres para vivir con temeridad. Los que son muy pobres, porque no tienen nada que perder; los que son muy ricos, porque no pueden perder nada. Un chaval pobre y muy enfadado puede quemar la tienda de su barrio porque no tiene dinero para comprar en ella; un pijo borracho puede destrozar un bar porque los gastos que le genera son calderilla. Pero ese improbable parentesco tiene una razón de ser: sea lo que sea eso que llamamos “la sociedad”, ninguno de los dos se siente parte de ella.

Me di cuenta de todo esto al leer un reciente análisis sobre las razones por las que Gran Bretaña se está haciendo pedazos y tenemos esta horrible sensación de estar dando vueltas en un carrusel de insensatez. La conclusión es que en la sociedad occidental donde vivimos hay más anarquía de lo que imaginábamos.

Sí, siempre creímos que la gran frontera política es la que separa la izquierda de la derecha, pero resulta que en estos momentos hay otro antagonismo crucial: el que se da entre –a falta de mejor término– gente moderada, por un lado, y anarquistas, por el otro.

Los estudios muestran que un 40% de la sociedad “desconfía de las instituciones” o siente un claro deseo de “cargarse el sistema” y apoyaría alguna acción “radical” para generar cambios a gran escala. “Una minoría sustancial está tan descontenta con el estado actual de las cosas que está dispuesta a movilizarse contra el orden político solo para ver si en lo que surge después del caos hay algo mejor para ellos”, sería la conclusión. Esa es, sospecho, la sensación detrás del voto a favor del Brexit. Puede que hubiera algunos (unos pocos) de los que votaron que tenían la información suficiente para saber lo que significaba abandonar la Unión Europea y cómo afectaría a sus vidas, pero la mayoría solo estaban ansiosos por romper con todo y empezar de cero. En suma, querían destruir el sistema. Estaban dispuestos a asumir el riesgo, a presionar el botón, a detonar la bomba.

Y lo entiendo. Yo también fui anarquista una gran parte de mi vida. En los pisos de protección oficial de los 80, no era una idea extravagante. El caos social no nos daba miedo: en realidad, si vivías en un barrio postindustrial, era como si la ruina y el caos ya estuvieran instalados. ¿Por qué no darle un empujoncito a la próxima revolución?

Hasta que un día, cumplidos los 27 años y con dos niñas a cuestas, le dije a mi marido.

—¡Revolución! ¡Abajo el sistema!

—¿Anarquista? ¿En serio?… Yo no.

—¡¿Por qué?!— respondí genuinamente sorprendida.

—Bueno, me gusta que pase el camión de la basura cada noche. ¿Sabes? Me gusta… la infraestructura… la sociedad. La gente muere en las revoluciones.

Y esta idea tan simple detonó una completa revisión de todas mis creencias. A día de hoy, tengo un trabajo e invierto mi tiempo y mi dinero en una casa que está llena de cosas que me gustan. Me siento, finalmente, parte de la sociedad. Si se desatara el caos, ahora sí que podría perder cosas. Si fuera rica, claro, volvería a no tener nada que perder —mis inversiones y mis rentas me servirían de barrera de protección—, pero aquí, en el medio, donde soy feliz y tengo razones para albergar esperanzas, la cosa es distinta. Obviamente, la política me fastidia la vida como a cualquiera. Mucho. Pero no hasta el punto de desear el caos.

Y es que, para muchas personas, el impulso anarquista no es realmente una opción política, sino más bien un subproducto de la infelicidad. Son muy pocos los que quieren demoler un sistema que funciona para ellos. Y si para algo tiene que servir la política es para construir un sistema que funcione para tanta gente como sea posible.

Esa es la razón, supongo, por la que muchos vemos las noticias con horror. Cuando los políticos y el electorado empiezan a cuestionarlo todo —el propio parlamento, las leyes, el sistema judicial— es que el impulso anárquico se ha desatado.

Por eso lo que más me molesta del Brexit ni siquiera es la idea de abandonar Europa, sino darme cuenta de lo jodidos que ya estábamos antes de todo esto. ¡Tampoco es tan difícil mantener a un país occidental y rico al margen de la anarquía y el desorden! Basta con evitar que los ciudadanos crean que no tienen nada que perder. Con hacerles sentir que forman parte de la sociedad. En realidad, con evitar que se identifiquen con cualquier capullo capaz de destrozar un restaurante solo porque está aburrido habría sido suficiente.

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