La Condesa Sangrienta: ¿la mayor asesina de la historia o la enésima injusticia histórica para deslegitimar a una mujer poderosa?

El 20 de septiembre de 1985, siete millones de españoles se quedaron estupefactos al ver a Paloma Picasso sumergirse en una bañera rebosante de sangre en los Cuentos inmorales de Valerian Borowczyk. La hija del pintor interpretaba a Isabel Bathory, “la condesa sangrienta”, en una de las emisiones del mítico Cine de medianoche, el ciclo contenedor de películas eróticas que contribuyó a mirar de otra manera un huevo cocido gracias a El imperio de los sentidosy a transformar a Charlotte Rampling en un mito erótico tras su Portero de noche y dominaba la conversación del fín de semana más que ningún resultado deportivo. Y aquel viernes que marcaba el final del verano iba a dejar en la retina de los espectadores la historia de una cruel y sanguinaria aristócrata húngara que figural en el Libro Guinnes como la mayor asesina en serie de la historia.

¿Era realmente tan cruel y sanguinaria Isabel Bathory? Sí, pero no más que cualquier noble de la zona en una época que puede recordar a Juego de tronos en el desprecio por la vida humana, especialmente por la vida humana de los pobres, pero en la que no había casa Stark y casi ni siquiera Lannister, todos eran Bolton. Y en un ambiente de tanta agresividad la figura de una mujer sola, culta y en posesión de tierras en zonas estratégicas despertaba recelos: eran muchos los que deseaban verla caer en desgracia. Y para ello qué mejor que una acusación que implicase satanismo, centenares de jóvenes muertas, torturas refinadas y culto a la sangre.

¿Es cierta la cifra de 650 mujeres muertas? Es difícil que nadie pueda ser tan preciso en un territorio en el que al último que intentó hacer censo probablemente se lo comiesen con gulash y un buen Tokajiy respecto a lo de bañarse con sangre, por muy estético que resultase en la revisión que hizo Lady Gaga de Bathory en American Horror Story, es difícil que su velocidad de coagulación la convirtiese en una loción de belleza muy apetecible. Pero convertir a mujeres poderosas en obsesas de la belleza es un lugar común en la constante jibarización femenina en la historia. De la preocupación de Cleopatra por la suya sabemos mucho, pero apenas sabemos nada de la pericia como política y estratega de una reina que se mantuvo en el poder durante dos décadas, como tampoco sabemos nada de su dominio de idiomas o su interés por el arte y la ciencia; por el contrario la primera imagen que nos viene a la cabeza cuando pensamos en ella es la de su cuerpo inmerso en leche de burra a pesar de que ningún papiro lo sustente. Una, Cleopatra, ha pasado a la historia como una mujer lasciva que utilizaba su atractivo físico para seducir a los hombres y la otra como una lesbiana sádica que abusaba de las mujeres para luego bañarse en su sangre. De sus logros o su cotidianidad sabemos menos porque importa menos.

Entre las certezas que tenemos sobre la condesa están que nació el 7 de agosto de 1560 fruto de la relación endogámica entre el barón George Bathory y la baronesa Anna Bathory, una costumbre de los nobles de la época que provocaba toda suerte de enfermedades en las familias. A Isabel le tocó la epilepsia, lo que también tuvo su peso en la leyenda porque a ver qué va a ser la epilepsia sino una señal del diablo. Los Bathory eran por entonces una de las familias más antiguas e ilustres de Hungría y eso incluía poder religioso, político y militar; un primo de Isabel era rey de Polonia y su hermano fue príncipe de Transilvania –aquí debería sonar un trueno–.

A los 11 años la prometieron al conde Ferenc Nadasdy, cinco años más mayor queella, un militar muy hábil, pero casi analfabeto, algo más habitual que los saberes de ella, que además de húngaro hablaba y escribía latín y alemán. Su familia también era muy poderosa, pero que fuese él quien optase por usar el apellido de su mujer deja claro quien tenía más alcurnia. Antes del matrimonio que se celebró con todo el boato y ante 4.500 invitados, Isabel tuvo varios amantes e incluso un hijo que acabó siendo criado por campesinos. Tras el matrimonio, más por conveniencia que por verdadero amor, ambos descubrieron que les unían muchas costumbres.

Al igual que él, Isabel se había criado en un ambiente extremadamente cruel en el que la justicia se impartía con la Ley del Talión. La tortura era una forma de disciplinar a los campesinos que se vendían y compraban junto con las tierras y cuyo valor era menor que el del ganado. Los azotes eran de uso común y en el palacio de los Bathory se golpeaba con ortigas porque su efecto era aún peor que el del cuero y, puede sobrecogernos, pero no es nada que no estuviesen haciendo los nobles de media Europa. Todos los nobles adinerados tenían su propia y bien surtida cámara de tortura como ahora algunos tienen su habitación del pánico, innecesaria en el siglo XVI porque ellos eran el pánico.

Las torturas en el castillo de los Bathory eran estacionales: durante el invierno enterraban a los díscolos en la nieve y durante el verano los rociaban con miel y dejaban que las abejas hicieran su parte. Según sus allegados, estaban obsesionados con el ocultismo y el satanismo, pero eso lo contaron tras ser torturados y no son fuentes muy fiables. Lo que sí es fácil de comprobar es que Ferenc pasaba más tiempo en el frente que en su casa lo que dio oportunidad a que ambos tuvieran multitud de amantes, pero también cuatro hijos en común que, como era habitual, fueron criados lejos de palacio, aunque parece que Isabel nunca se desentendió de ellos y siempre estuvo preocupada por su bienestar.

En 1604, Ferenc falleció en el frente y aquí también entra en juego la leyenda: unos dicen que por una herida de batalla, otros que por negarse a pagar a una prostituta que se vengó apuñalándolo y algunos que envenenado por Isabel que estaba a kilómetros de distancia, pero su maldad era telequinésica. Tras enviudar, Isabel pasó a controlar el castillo y las tierras colindantes y esto la dejó en una posición muy delicada. Sobre todo porque el rey Matías II de Hungría tenía mucho interés en ellas por su valor estratégico y poco interés en pagar las deudas que había contraído con los Bathory y que ahora estaban a una pobre viuda aislada de ser condonadas. Pero la pobre viuda era una brillante gestora y manejó con destreza su patrimonio. Algo que no casa muy bien con las afirmaciones de que a la muerte de su marido mandó a mazmorras a sus afines y comenzó a rodearse de personas especialmente siniestras: una ruda campesina llamada Dorka, un enano, que nunca puede faltar en ninguna leyenda que se precie, y Anna Darvula, una anciana a la que diversos testimonios pintan como la inevitable loca de los gatos que habita en medio del bosque y que fue presuntamete quien la inició en el uso de la sangre de virgen como regenerador celular.Por qué siendo poseedora de ese secreto Darvula no lo había usado consigo misma es otro enigma más de esta historia.

Según la leyenda tras la muerte de su marido, su crueldad se recrudeció y a ello se sumó el temor a perder su juventud. Tenía tan sólo 44 años, pero en el siglo XVI los cuarenta eran los nuevos ochenta y cuando sintió que su belleza empezaba a desdibujarse siguió los consejos de Darvula. Las torturas se multiplicaron y cuando empezaron a escasear las mujeres humildes que no le importaban a nadie empezaron a secuestrar también a las de las casas nobles y ese habría sido el primer paso en falso de la condesa y lo que habría despertado las iras de la ley.

Podría ser, pero tal vez en lugar de la orgía de sangre queha seducido a historiadores, pintores, escritores y cineastas lo que estaba detrás del entramado que dio lugar a la leyenda es el interés del rey Matías II de Hugria por los territorios del matrimonio Bathory-Nadasdy. Y eso y no el interés por la vida de las nínfulas de la zona habría sido lo que provocó que el monarca ordenase que se asaltase el castillo y se detuviera a Isabel. Lo que se encontró según la leyenda fueron cadáveres exanguinados por doquier tanto dentro como fuera del castillo, sofisticados instrumentos de tortura, el más popular lafue la llamada "doncella de hierro", un sarcófago forrado con puntas afiladas que perforaban los órganos vitales de las víctimas y, muy apropiadamente, un cuaderno en el que se detallaban sus víctimas con su nombre, dirección y tortura empleada. Es curioso que durante años una viuda y un grupo de campesinos analfabetos y montaraces fuesen capaces de secuestrar a cientos de mujeres, diseñar artilugios de tortura que epatarían al Q de James Bond y llevar un listado de víctimas que serían la envidia de los rastreadores del Covid-19.

Todos los que habitaban el castillo fueron arrestados y torturados, las mujeres fueron tratadas de brujas y quemadas vivas después de que les arrancasen los dedos. Y todos confesaron, por supuesto, y lo que contaron superaba a lo que sus torturadores esperaban, algo bastante común y de primero de Inquisición. Pero condenar a muerte a Isabel habría supuesto un escándalo, su familia seguía siendo muy poderosa, y además habría provocado que aquellas tierras tan codiciadas se repartiesen entre sus cuatro hijos. Para evitarlo la condenaron a vivir emparedada en su propio dormitorio en donde recibiría comida y aire a través de una pequeña rejilla. Pasó tres años en esas condiciones y en agosto de 1614 falleció.

Tras su muerte el rey Matías II no tardó en encontrar argumentos para hacerse con las tierras, acusó a los hijos de Isabel de traición, les torturó y los desterró a Polonia. Poco a poco la dinastía Nadasdy-Bathory desapareció de Hungría.

Al no haberse celebrado un juicio por los delitos de Isabel nunca se presentaron pruebas ni se realizó ninguna investigación por lo que es imposible saber el verdadero número de sus víctimas, que oscilan, según los testimonios, entre 30 y 650 y mucho menos si las torturas fueron reales. La primera narración sobre los sucesos llegó más de un siglo después de su muerte y de la mano del jesuita László Turóczi, que sentó las bases de la historia que hoy conocemos. Según el monje la condesa atraía jóvenes campesinas al castillo con la promesa de un trabajo y después yacía con ellas, las torturaba de las maneras más creativas, ordenaba a sus siervos que vaciasen su sangre en cubos y se bañaba en ella para permanecer siempre joven. Una historia tan golosa no podía sino difundirse por todo el mundo conocido. Según Turóczi la historia estaba avalada por un diario que jamás apareció y por 300 testigos, aunque durante el juicio contra los cómplices de Isabel sólo declararon 13 personas.

Pero la mezcla de torturas, sangre, lesbianismo y Transilvania ya tenía vida propia y enardeció la mente de cineastas como Walerian Borowczyk o Julie Delpy (que se quedó también con el papel protagonista) y escritores, la surrealista Valentine Penrose escribió su biografía y Alejandra Pizarnik la poetizó. Y así una oscura leyenda del folclore húngaro se convirtió en patrimonio universal, aunque cada vez son más los que ven en Bathory a una víctima de las intrigas políticas que como una lesbiana sádica y asesina, pero esa no es la película de la que al día siguiente habrían hablado siete millones de españoles.

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