No se puede hablar de L: generación Q (en Movistar, desde el domingo a razón de un capítulo a la semana) sin hablar de L, su serie madre. Y no se puede hablar de L sin centrarse en el hito que marcó en cuanto a la representación de las lesbianas en televisión. De las chicas lésbicas, que diría Saura. Antes de que se escrutaran las razas en las series con la misma pasión con la que se jugaba a las barajas de las familias o se contara el número de palabras que decían los personajes femeninos o su número de minutos en pantalla para afeárselo a los directores en las ruedas de prensa, antes, en fin, de que el análisis de la representación se utilizara tantas veces como arma arrojadiza contra los creadores (y no como síntoma de una industria poco plural) y como única vara de medir de la calidad de una serie, el dios de la televisión de vez en cuando escribía recto sobre renglones torcidos. Pero si para hablar de L: generación Q hay que hablar de L, para hablar de L merece la pena contar alguna cosa de su creadora, Ilene Chaiken.
En 1980 Ilene Chaiken tenía 23 años. Se acababa de mudar a Los Ángeles y compartía piso con su exnovio. De camino a una entrevista de trabajo estrelló su coche y consiguió aplazarla para el día siguiente. El día siguiente volvió a estrellar su coche y, qué casualidad, lo hizo junto a un bar al que solía ir. A la joven Ilene le daba vergüenza reconocerlo, tal y como confesó hace un par de años, pero paraba más de la cuenta por ese bar porque lo regentaban dos lesbianas. El día del segundo accidente una de ellas, la que la atendió, se ofreció a llevarle la comida a su casa después de enterarse de la historia del accidente. Y ya allí aprovechó y le pidió una cita que Ilene aceptó. Así comenzó su primera historia de amor con una mujer. Tras unos pocos encuentros con ella que la llevaron a verse ya casada (eso sí que es imaginación, 30 años antes de que se aprobara el matrimonio homosexual en USA), la camarera dejó caer un: “Ah, por cierto, mi novia ha estado todo el verano en Europa de vacaciones y vuelve ahora, me gustaría que la conocieras”. Ilene debió descubrir así que tenía la misma precaución para enamorarse que al volante. Sin embargo, de esta historia sacó la que sería una de las tramas principales de la primera temporada de L, la de Jenny, la escritora recién llegada a Los Ángeles y Marina, la camarera que la seduce y que tiene una novia en Europa.
En 1980, cuando Ilene andaba estrellándose literal y metafóricamente, la presencia de lesbianas en la ficción televisiva era una quimera. Tuvieron que pasar seis años hasta que en un capítulo de Las chicas de oro emitido en noviembre de 1986 una amiga de Dorothy le confesaba a Rose que estaba enamorada de ella (mismo año en el que, por cierto, Aitana Sánchez Gijón interpretaba a una adolescente enamorada de su profesora en un capítulo de Segunda enseñanza; saquemos pecho, que podemos). Y otros cinco hasta que en La ley de Los Ángeles se vio el primer beso entre dos mujeres . Y otros seis hasta que Ellen salió del armario en su sitcom, por mencionar solo algunos hitos. Y la línea de puntos que los une y que se prolonga no fue fácil de trazar. El aislamiento profesional al que se condenó a Ellen y a Laura Dern, que interpretaba a su interés romántico en ese episodio, es buena prueba de ello. También lo es que a Roseanne cuando mandaba más que nadie los ejecutivos de la ABC le quisieron negar la emisión de un capítulo en el que se besaba con Mariel Hemingway, pero –buena es ella– amenazó con llevarse la serie a otra cadena si no lo hacían y acabaron cediendo.
Vimos a Susan y a Carol en Friends y con ellas llegó el maravilloso concepto de trío con dos de sus miembros dentro de la habitación y el tercero al otro lado de una puerta cerrada. Y a [Lisa Edelstein en Relativity](https://www.latimes.com/archives/la-xpm-1997-01-11-ca-17429-story.html). Y a Tara y a Willow en Buffy. Por el camino nos topamos también con unas cuantas mujeres confusas y/o juguetonas que besaban a otras mujeres mucho antes de que se inventara el término queerbaiting y probablemente con una intención mucho más straightmalebaiting, por inventar otro palabro, que otra cosa.
Estos eran más o menos los mimbres cuando en 2004 Showtime decidió comprarle a Ilene Chaiken esa serie que ella empezó a crear, sin saberlo, cuando todo esto era campo. Se habla mucho de lo obvio: que al dar acceso a creadores más diferentes entre sí las series que surgirán serán más variadas. Y sin que esto suponga una cortapisa para que cada uno cuente la historia que quiera –pobre del escritor de ficción que solo sepa escribir personajes como él– ni el motivo principal para que se abra un coto de acceso aún muy restringido (el motivo es, ejem, la igualdad de oportunidades), a menudo tiene algo de cierto. Y lo vemos en historias como la de Chaiken. O, sin salir de las siglas LGBT, la de Jill Soloway con Transparent.
L fue una pequeña revolución por muchos motivos. El primero por la orientación sexual de sus protagonistas, pero también por su estilo de vida. Un grupo de lesbianas tirando en su mayoría a pudientes, de buen ver y de mejor disfrutar le enseñaban su mundo al mundo. Tenían buenos trabajos, eran exitosas y ligaban todo lo que podían y más. Todo esto que ya entonces suscitó algunas críticas de aquellos que le hubiesen pedido a Mujeres desesperadas ser Shameless para mí es un acierto. Si Sexo en Nueva York suscitaba siempre entre sus espectadoras la pregunta: “¿Tú a quién te pareces?”, L la que provocaba es: “¿Tú a quién te tirarías?”. Antes de las redes sociales o, más bien, cuando lo más parecido a una red social era la pizarra de Alice, L se convirtió en un referente popular lésbico internacional. Tanto que se especuló con que a la hora de introducir su product placement, Apple (Alice corría con un iPod) tenía en cuenta las descargas ilegales de la serie en todo el mundo.
¿Y qué pasó después? En los últimos 15 años hemos visto lesbianas asesinas en serie, lesbianas adolescentes latinas, lesbianas adolescentes en los 90, lesbianas animadoras de instituto, lesbianas hackers sociópatas, lesbianas amando en tiempos revueltos, lesbianas doctoras con una pierna ortopédica tras un accidente de avión, lesbianas presas por una variedad extensa de motivos, lesbianas en coma manteniendo una relación simulada con otra en los años 80, lesbianas que se llaman Naomi Campbell, lesbianas que se masturban con la ayuda de la vibración del cepillo de dientes eléctrico, lesbianas con capa de superheroína, lesbianas decimonónicas que escriben un diario con sus conquistas en clave y paro porque parecen muchas más de las que son.
Y ahora que ya no es moderno, ni provocador, ni valiente sentar a una lesbiana a su mesa, viene L: generación Q a ser una serie más. De la mano de una nueva showrunner, Marja-Lewis Ryan, porque a sus 62 años Ilene Chaiken, que ha pasado por series como El cuento de la criada y Empire, se sentía mayor para retomar esta historia. Con sus torpezas, sus defectos, su esfuerzo por intentar ser menos frívola –snif– de lo que lo era L (¿a alguien le interesa en una serie así la trama de los opiáceos?) y su intención de ser un poco más acorde con los tiempos –cada uno que decida hasta qué punto esto es una ventaja en términos dramáticos–. Ahora vienen pedidas de mano e hijos adolescentes y rehacerse después de los divorcios. Que ser homosexual no te impida, si lo quieres así, llevar una vida tan convencional y aburrida como la de un heterosexual cualquiera. Una serie protagonizada por un grupo de lesbianas que puede que no vaya a llamar especialmente la atención de nadie ni por su calidad ni por su premisa. Qué bien que hemos llegado hasta aquí.
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