A principios de la década de 2000, unos amigos míos pasaron un fin de semana en Southampton con una llamativa y joven rubia que se parecía a Lady Gaga. Tenía unos 22 años y dijo que era diseñadora de interiores o coach de motivación —no recuerdo, pero se trataba de un trabajo que parecía una fachada—, y vivía en un apartamento del Upper East Side, un alojamiento que su novio, mayor que ella, le había cedido, al menos temporalmente. Este hombre coleccionaba arte, y ambos solían acudir a subastas. A él le encantaba la comida vegetariana y tocar conciertos en su piano de cola. Mientras la chica paseaba por las calles de Southampton, bordeadas de árboles, le impresionó su belleza y declaró que tendría que comentar con su novio la posibilidad de comprar una casa allí. El hombre era Jeffrey Epstein.
En aquel momento, al ser una periodistilla arrogante y de baja estatura, yo no era una de las jóvenes de Manhattan a las que Epstein y sus amigos abordaban para tener una relación, un rollo de una noche o abusar de ellas. Pero estaba rodeada de muchas chicas así. Siempre eran las más guapas, normalmente modelos o exmodelos, con un leve aire de desapego como el de las protagonistas de Las mujeres perfectas: una actitud que ocultaba una vulnerabilidad a un nivel más profundo. En sus conversaciones solían aparecer ciertos nombres: Epstein, el magnate de los supermercados Ron Burkle, el productor cinematográfico Steve Bing y el expresidente Bill Clinton, que se hallaba en lo más alto de su carrera pospresidencial y viajaba en el avión de Epstein, bautizado Lolita Express, o en el de Burke, que recibía el sobrenombre de Air Fuck One. (Ninguno de estos hombres ha sido acusado de delito alguno). Muchas veces estas mujeres eran rubias. A Epstein, en concreto, le gustaban las de aire aristocrático y rostro algo infantil. En su residencia del Upper East Side tenía una foto de Morgan Fairchild, la estrella de las telenovelas de los ochenta, de quien decía que era su mujer ideal, aunque, teniendo en cuenta que ambos habían rebasado la cincuentena, la actriz ya era demasiado mayor para él.
Al margen de supuestamente dirigir una red de pedofilia, Epstein, que se ahorcó en agosto a los 66 años, representaba el funcionamiento de la sociedad neoyorquina de fin de siglo, interesada en lograr y mantener un alto estatus. A medida que los fondos de cobertura empezaron a crear tremendas fortunas, mientras la clase de los multimillonarios iba superando a quienes heredaban sus privilegios, las mujeres como las de Southampton se convirtieron en accesorios necesarios. Aprender a adquirirlos formaba parte de las habilidades que debían tener los agentes de bolsa de alto nivel. Resulta tentador afirmar que el mundo siempre ha funcionado así, que las jóvenes bellas y ambiciosas frecuentemente han querido ascender gracias a ciertos hombres poderosos, y que estos han anhelado en parte el poder para tener acceso a mujeres guapas; pero esta época de Nueva York fue singular. Una gran cantidad de trabajadoras, cada vez más numerosas y ataviadas con entallados vestidos negros, botas hasta la rodilla y pelo planchado, acudía en pos del estilo de vida de Sexo en Nueva York, no en busca de marido. Sin embargo, como los sueldos en sus profesiones —en la moda, la publicidad, el sector editorial— eran muy inferiores a los de los hombres, no les importaba que otro pagase las facturas.
Las chicas guapas también eran bien recibidas en el ambiente de “las modelos y las botellas”, como se denominaba la vida nocturna del centro de la ciudad en la época posterior al 11-S. El legendario circuito de clubes de Manhattan, frecuentado por estrellas de hip-hop, pintores y grafiteros, en el que uno lograba entrar gracias a su arte y no al tamaño de su cartera, se estaba entregando al capitalismo. Se había creado un nuevo concepto de club nocturno: en alargados bancos de cuero se colocaban cubos de hielo con botellas de champán Cristal y de vodka Cîroc junto a modelos de todo tipo: la de Victoria’s Secret, la de pasarela, la ingenua y novata; si eras un hombre maduro y rico que quería sentarse ahí, te podía costar 10.000 dólares (unos 9.000 euros), aunque ni a Puffy ni a Leo les cobraban.
Al igual que sus amigos multimillonarios, Epstein llevaba una vida dividida en rígidos compartimentos. “Decía que se iba no sé dónde a trabajar, y luego veía fotos suyas en un tabloide británico en las que salía en un yate, con supermodelos”, cuenta una mujer que salió con uno de sus amigos. Las mujeres adultas con las que él se relacionaba no eran cazafortunas, sino modelos —“La banda de los bolsos de Gucci”, como las llamó Amy Winehouse— que volaban gratis a Miami o jóvenes graduadas de la universidad a las que no les importaba una diferencia de edad de 30 años. Algunas querían que se les abriera una puerta al mundo de los aviones privados y de la élite global.
En años posteriores, Epstein comenzó a preferir otra clase de chica, procedente de Europa del Este y más claramente a la venta. “El número de personas menores de edad involucradas en este asunto es casi igual al de las que tienen más de 18. La proporción no es del cincuenta por ciento, pero por ahí anda”, asegura David Boies, abogado de varias acusadoras de Epstein. “Algunas no eran menores, sino que solían andar por los veintipocos, y pasaron a formar parte de lo que llamamos el entorno de tráfico sexual de Epstein. A continuación, cabía la posibilidad o no de que él las recomendara”. Supuestamente, las chicas como la que conocí en Southampton formaban parte del segundo grupo. (Esta mujer no ha contestado a los mensajes en los que le pedía declaraciones). Epstein las recomendaba con intenciones románticas, profesionales o con una inquietante mezcla de ambas. Al presentador Charlie Rose, ahora caído en desgracia tras recibir acusaciones de agresión sexual, le propuso los nombres de varias asistentes para su programa de televisión.
Las mujeres que salieron con Epstein, muchas de las cuales ahora tienen destacadas carreras, no han querido ser identificadas en este reportaje. Varias de ellas creen que la prensa tergiversaría sus relaciones y las tildaría de prostitutas, una reputación que perjudica la profesión de cualquiera. Algunas conseguían algo de Epstein: un viaje en avión privado con Clinton no deja de tener su encanto. Sin embargo, con mayor frecuencia eran, hasta cierto punto, una mercancía, objetos con los que comerciar. Esto formaba parte de la estafa. Epstein usaba a otros hombres como moneda de cambio para ser aceptado, siempre trataba de mostrar a cuántas personalidades conocía: políticos, multimillonarios, científicos de primera fila, el exrector de Harvard, Larry Summers. Las mujeres eran otro instrumento. Todos tenían su precio.
Las exnovias de Epstein aseguran que casi siempre se mostraba tranquilo y encantador, un Jay Gatsby vestido con sudadera en lugar de traje. Se pasaba la mayor parte del día con el manos libres y le gustaba que ellas escuchasen mientras hablaba con financieros y jefes de Estado. No bebía, no se drogaba, no fumaba ni le gustaba la compañía de los que sí lo hacían. Practicaba yoga. Se duchaba muchas veces al día. Detestaba los restaurantes y tomaba cereales integrales, proteínas y verduras de hoja verde 30 años antes que el resto de EE UU. Para él, cuerpo y mente estaban vinculados; creía en el transhumanismo y tenía la teoría de que, si tu masa muscular era excesiva, tu inteligencia no se desarrollaba al máximo. Le gustaba dormir a 12º C, porque opinaba que el sueño más reparador se lograba a esa temperatura. “Yo le decía: ‘Me voy a morir de hipotermia”, cuenta una exnovia. También era capaz de intuir lo que la gente quería. “Era brillante a la hora de entender los sentimientos de la gente”, añade. “Percibía la energía claramente. Pero creo que, al ser un sociópata, manipulaba eso para lograr sus objetivos. El común de las personas no funciona de ese modo, y menos mal”.
El personaje que contribuyó a enriquecer a Epstein, Les Wexner, dueño de Victoria’s Secret y el hombre más rico de Ohio —parte de su dinero lo gestionaba Epstein, con quien mantenía una profunda relación emocional—, parecía tan torpe como directo era Jeffrey. Las mujeres que cenaban con Wexner lo consideraban poco desenvuelto y carente de labia, algo que Epstein tenía a raudales. Una modelo de Sports Illustrated cuenta que, en los noventa, Epstein le pidió que se presentara en plan de broma en la oficina de Wexner como mensajera para entregarle su acuerdo prematrimonial. Corre el rumor de que apareció en el despacho, se tumbó en la mesa y le dijo que firmara el contrato sobre su vientre. Ella afirma que esto no es cierto. “Jeffrey me mandó que me pusiera algo sexy, que el chiste sería buenísimo, pero cuando llegué la situación fue muy incómoda. Les me dijo: ‘¿Qué haces aquí? Vale, lo firmo, pero luego te marchas”.
Cuanto más duraba la relación de estas mujeres con Epstein, más extraño se mostraba. Una exnovia declara que era prácticamente agorafóbico, que le daban miedo los grupos y no le gustaba estrechar la mano. Prefería las relaciones a nivel individual, en las que era más fácil que se contaran secretos. Al margen de los viajes que hacía en su jet, Epstein prefería desarrollar su vida social en casa, donde podía controlar la comida, la conversación, la temperatura. En Manhattan residía en una vivienda de 56 millones de dólares (unos 50.900.000 euros) que había sido la sede del colegio privado Birch Wathen. Las iniciales del financiero aparecían en una inscripción junto a la puerta y tenía un mayordomo para que sirviera un refrigerio a media tarde. Tras esa pose, no obstante, acechaba una persona distinta. “Era inseguro. Tenía ese rasgo de hombre de barrio periférico que necesita estar con una modelo del brazo”, añade la maniquí de Sports Illustrated. “Emocionalmente era infantil, inmaduro, sin mundo interior”.
La mujer recuerda que un día mientras se peinaba Epstein le preguntó: “¿Usas un cepillo Mason Pearson?”, que es un modelo caro que emplean los estilistas en el mundo de la moda. Ella contestó que sí y él le contó, emocionado, que él también. “Me dijo: ‘Son los mejores’. Parecía un niño que había conseguido un juguete muy chulo. Después se dedicaba a coleccionar personas, como si fueran ese cepillo. Todo era muy raro”.
Epstein no dejaba de comentar lo bien relacionado que estaba. “Le ponía estar con famosos”, asegura una mujer de su entorno. En su vida privada era una persona muy extraña, pero socialmente se le tenía por un gran bromista, al que le gustaba meterse con quienes consideraba inferiores. La modelo de Sports Illustrated cuenta que, en esa época, conoció a Donald Trump en una de las fiestas que él organizaba en el ático del hotel Plaza.
Trump le pidió con insistencia a Epstein el teléfono de ella. “Jeffrey le dijo que no, que me lo pidiera a mí”, prosigue. La modelo se lo dio en otra ocasión, pero el empresario lo perdió. “Llamó a Jeffrey para obtenerlo de nuevo y exclamó: ‘¡Ella me lo dio! ¡Lo sabes! ¡Ahora tú también puedes!’. Pero él se negó”. La mujer suelta una carcajada. “En aquel momento, todas las modelos considerábamos ridículo a Donald. Sabíamos que estaba en bancarrota y que ligaba muy poco. Recuerdo que una vez Jeffrey me dijo que llegaría tarde a recogerme porque tenía que llevarle comida a Donald, que estaba en casa llorando”.
Epstein siempre tenía a punto una anécdota, incluso sobre su casa. “Le obsesionaban los joyeros y los diseños detallados. Me dijo que el papa le había cedido unos artesanos, que se habían reunido con un fabricante de joyeros de París para que su comedor pareciera una versión gigante del interior de un joyero parisino”, narra una exnovia. Epstein también aseguraba que su amiga Lynn Forester, hoy casada con el multimillonario Evelyn de Rothschild, necesitó su ayuda económica en 1990, mientras se divorciaba del político Andrew Stein, y que él, cortésmente, le había prestado fondos. “Falso”, afirma un portavoz de Forester. También aseguraba que los productores del reality El aprendiz lo habían contactado para crear un programa sobre un recluido multimillonario que lleva una vida llena de lujos, pero que él se negó y les presentó a Trump. (Un portavoz del productor televisivo Mark Burnett lo desmiente).
A Epstein le gustaba atesorar secretos, y le encantaba que estos produjeran confusión. “Quería aparentar ser un miembro de la élite internacional: ‘Puedo controlarlo todo y a todos, colecciono personas, soy dueño de ciertas personas, puedo hacer daño a ciertas personas”, cuenta una exnovia. Una de las partes más misteriosas de su vida fue su relación con Ghislaine Maxwell, hija predilecta de Robert Maxwell, malversador magnate de la prensa británica y, por lo que se rumorea, espía del Mossad, que murió en Canarias al caer o ser empujado desde su yate. Epstein aseguraba que Maxwell, de cabello negro y prominente posición social —y que le había pasado su lista de contactos—, era una exnovia que atravesaba una época difícil y que él se encargó de que no perdiera su estatus. Varias jóvenes han afirmado que Maxwell formaba parte de la red de tráfico sexual de Epstein, a quien proporcionaba menores de edad, y que ella también participaba en estas actividades sexuales. “Ghislaine entraba y salía de la casa con sus llaves; aunque Jeffrey me dijo que no se acostaban juntos, ella dejaba caer que dormía en la cama de él de vez en cuando”, declara una exnovia. Una amiga de Maxwell añade que comentaba en tono de broma que se mantenía en un peso bajísimo porque a Epstein le gustaban delgadas. “Decía: ‘Hago lo mismo que los nazis con los judíos, la dieta de Auschwitz. No como y punto”.
En los fines de semana de los noventa, Maxwell mandaba por FedEx sus patines a la isla de Jeffrey en el Caribe, y, según ella, se sacó la licencia de piloto de helicóptero para poder llevar a las personas que quisiera en su aparato, el Air Ghislaine 2, sin que hubiera tripulación que pudiera reconocerlas. Maxwell también contaba que en la isla instalaron videocámaras. La amiga cree que Epstein y ella grababan a todo el que iba por allí para tener una póliza de seguros, para poder hacer chantaje. Una fuente cercana a Maxwell añade que ella comentaba, despreocupada, que proporcionaba chicas a Epstein para que lo satisficieran sexualmente; también aclaraba que eso era lo que él quería y explicaba que ella recorría los spas de Florida para reclutarlas. Les aseguraba que les iba a ofrecer un empleo telefónico “con el que ganarás mucho dinero, conocerás a todo el mundo y te cambiará la vida”. La fuente prosigue: “Ghislaine estaba enamorada de Jeffrey del mismo modo en que lo estaba de su padre. Siempre creía que, si hacía una cosa más por él para complacerlo, se casaría con ella”. Maxwell también le habló a esta fuente de las muchachas que frecuentaba Epstein: “Me dijo: ‘Esas chicas no son nadie. Son basura”.
Las perversiones de Epstein no solo han sacado a la luz la naturaleza siniestra de un hombre: el financiero contaba con una amplísima red de amigos y conocidos que quizá hayan participado en sus delitos o los hayan obviado. Sin embargo, estas mujeres aseguran que él consideraba que hacía de salvador, incluida Maxwell; que él pensaba que las iniciaba en un estilo de vida alternativo que a ellas les servía para progresar. “Una noche, después de seis o siete meses saliendo, me sentó y me explicó cómo quería que fuese nuestra relación”, revela una mujer. Le contó que tenía una libido alta y que, como muchos ricos, salía con varias mujeres a la vez, que así lo hacían los reyes y las reinas. “El mensaje era que, si me mostraba menos convencional y vulgar, podía tener una relación con él. Me soltó todo el rollo del poliamor, lo que me creó inseguridad: en esa época no era una chica con mucha autoestima ni que se valorase mucho. No me veía capaz de llevar una relación abierta; pensé que, si le contestaba que no, aun así saldría conmigo. No fue el caso”.
Poco después, esta joven empezó a recibir casi semanalmente mensajes que incluían fotos suyas en actividades cotidianas. “No pensé que esto implicase que Jeffrey me añoraba y que estaba destrozado”, aclara. “Sabía que tenía a un montón de personas en su entorno que cumplían encargos semejantes”. Otra mujer que salió con Epstein dice que él dormía con una pistola en un lado de la cama y que siempre andaba dedicado a “juegos de espías”, como los denomina ella. Cree también que él le pinchó el teléfono tras romper. Al llegar a casa un día, el portero le dijo que había ido un técnico a arreglar el cable de la televisión, pero ella no había pedido el servicio. “Luego tuve una sensación rara mientras hablaba con Jeffrey, que no dejaba de mirarme de forma inquietante al tiempo que repetía unas palabras referentes a él que yo le dije antes a una amiga por el móvil”, explica. “Tiré el aparato y corté todo contacto con él”.
Estas mujeres no estaban tan indefensas como las adolescentes de Palm Beach, a quienes Epstein pagaba unos 200 dólares para que le dieran un masaje, lo que acababa dando paso al sexo. Tampoco eran esclavas sexuales. Y en esa época casi ninguna le tenía miedo a Epstein. Pero su muerte las ha asustado. Antes de que él se ahorcara el pasado 10 de agosto, una de ellas me dijo: “Creo que terminará pasando el resto de su vida en la cárcel; también es posible que, cuando esté allí, como hay tantas personas que no quieren que divulgue sus secretos, acabe muerto”.
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