Antes de ponerme a escribir, para no hacerlo así, a loco, casi sin pensar, venga, que son solo tres párrafos, más si me veo en el segundo no hay cosa en la columna que me espante, me propuse, primero, leer y, después, preguntar. Eso he hecho. He leído media docena de artículos y he consultado a tres personas a las que tengo por inteligentes, porque en eso de preguntar es tan importante saber qué se quiere preguntar, o también qué respuesta no se quiere escuchar, porque a veces somos tontos y nos buscamos los disgustos solos, como saber a quién preguntar. Pues bien, después de todo, sigo igual. Entiendo lo de las franjas horarias. Entiendo lo de las fases. Pero no comprendo la unión entre ambas.
Cuando no había fases la vida era más aburrida pero sencilla. No se podía hacer nada. La cero resultaba comprensible. Ahora que llega la uno me pierdo. Si uno quiere juntarse con amigos o familiares, ¿deben vivir todos en un radio de un kilómetro de distancia y como mucho entre que vas, estás y vuelves, tienes una hora? ¿Si alguien quiere ir a una terraza, debe ser también con el mismo límite de una hora y, como es a la hora del paseo, caminar alrededor de la mesa? ¿Mientras haya niños por la calle los que no tienen niños no pueden pisarla? ¿Cómo se puede hacer turismo activo, como dice el Gobierno, con el sistema de franjas? ¿A dónde van a ir hasta nueve personas en un coche si se supone que no se puede uno mover más de un kilómetro y como mucho una hora? De verdad, lo de Groucho de la parte contratante o lo del frente popular de Judea de Brian me resultaba más asequible.
Quizá haya tenido mala suerte con lo que leí o con aquellos a quienes pregunté. Un mal día lo tiene cualquiera. O quizá sea yo, que el confinamiento me ha confitado el cerebro y me ha dejado peor de lo que estaba. Pero prometo que es leer franjas e inquietarme tanto por no entenderlo que me pongo a pensar en esos burros que tienen en Tijuana desde hace más de cien años como símbolo de la ciudad. Animales que, ya veis, un día empezaron a pintar con franjas negras y a llamarlos burro-cebras, que se esforzaron más con la brocha que con el nombre. Y no, no tienen nada que ver con esto, no le deis vueltas. Es solo que, en comparación, esas franjas casi hasta las entiendo.
David López Canales es periodista freelance colaborador de Vanity Fair y autor del libro ‘El traficante’. Puedes seguir sus historias en su Instagram y en su Twitter.
Fuente: Leer Artículo Completo