De la coleta al moño: por qué el cambio de ‘look’ de Pablo Iglesias responde a un riesgo calculado

Pablo Iglesias ha aparecido esta mañana en el plató de Al Rojo Vivo en La Sexta con su nuevo aspecto, coleta corta recogida en un moño y pendientes de coco en ambas orejas. En realidad, no es la primera vez que llevaba el pelo recogido de esta manera, pero sí era el debut del peinado en televisión y, como todo lo que hace y dice el vicepresidente del gobierno, no tardó en comentarse. Para bien (“los fachas metiéndose con su moño porque con su capacidad intelectual no pueden”), para mal (“menuda vergüenza de vicepresidente”) o simplemente tirando de humor tuitero nivel básico: que si parece Herminia de Cuéntame, que si un surfero con furgo en Tarifa, que si el moño de baturra.

El propio Iglesias ya enseñó su nuevo peinado en redes sociales a principios de agosto, cuando colgó en su Instagram dos fotos suyas, descartes de una entrevista de prensa, en su despacho y con auriculares, comentando: “entre la ola de calor y que mi hijos me tiran del pelo…tocaba nuevo look”. El post lleva más de 8.500 comentarios. Desde los “te estás aburguesando” a los que completaban en unos pocos caracteres todo el bingo de insultos habituales a Iglesias, con los conceptos “coletas”,“casoplón” y “marqués de Galapagar”.Respecto a los pendientes, el vicepresidente también los comentó en Twitter, en respuesta a un usuario, y les dio una explicación autoirónica: “la crisis de los cuarenta”. Iglesias cumplirá 42 el mes que viene. Cuando tenía 35, en 2014, le comentó a Jordi Évole en una entrevista en Salvados que la coleta es “marca de la casa” y que los asesores del partido habían asumido que no iba a cortársela, a pesar de que se lo habían aconsejado. En cambio, sí les hizo caso quitándose un piercing que llevaba en la ceja. “Es un peligro, y hay que tener siempre miedo a eso, a cambiar demasiadas cosas. Pero si los compañeros me dicen que modere algunas cosas, porque alguien puede interpretarlo como una falta de respeto, hay que ser cuidadoso”, decía entonces.

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Al líder de la formación morada solo se le había visto con el pelo suelto, sin su característica coleta, en una sesión de fotos que hizo para el primer número de la desaparecida revista femenina Fashion & Arts. El actual recogido se parece más a lo que se llama un man bun, un moño de hombre, el peinado masculino que definió la década pasada, y que llevaron en algún momento Brad Pitt, Jared Leto, Bradley Cooper, Chris Hemsworth, Orlando Bloom, Jake Gyllenhaal, Gareth Bale y, por supuesto, Sergio Ramos. El de Iglesias, procesalmente, se parece más al de Leto y al del marido de Elsa Pataky –bajo, en la nuca, y con las puntas escapando de la goma– que a los de Gyllenhaal o Cooper, que solían llevarlos muy pequeños y en la coronilla. La versión más lanzada del peinado era la llamada piña, que se hace casi en la frente. En 2012, la sección de estilo de The New York Times ya informó sobre el auge de los moñetes masculinos en Brooklyn –“cada vez más hombres se recogen el pelo como bibiotecarias, maestras y Katherine Hepburn”– y, tres años más tarde, informaban de que “los man buns resisten”.

Según una historia del moñete masculino que trazaron en el digital Vox, el peinado fue de los más buscados en Google en 2013 y 2014 pero realmente explotó en 2015. Sustituyó en popularidad al peinado asociado con la juventud hitleriana –rapado por los lados, y con un pulido minitupé en lo alto de la cabeza, aún popular en los campos de fútbol de Primera– . “El man bun es el símbolo de algo nuevo y arriesgado en un momento en que es difícil sacudir el status quo”, decían. A la vez, es una rebelión calculada, que cuestiona la masculinidad tradicional pero no demasiado. Según cómo, criticarlo casi se vuelve contra el que lo hace. Carlos Alsina ya ha ensayado en sus monólogos de Onda Cero la fórmula “vicepresidente con moño” (lo dijo el pasado lunes) y, aunque no llega a los clásicos apelativos de Jiménez Losantos (“maricomplejines” a Rajoy y demás) sí tiene un punto retrógrado, como si el único peinado masculino aceptable para alguien que toca poder fuese el casquete sin raya de Pablo Casado o el rasurado con canas de Pedro Sánchez.

Para Iglesias, que además de haberse cortado el pelo parece peinárselo ahora algo más sujeto de delante, quizá usando algún producto fijador, se trata de una transición asumible. Cortarse el pelo del todo se prestaría a acusaciones de aburguesamiento, habiendo concedido él mismo tanto capital simbólico a su propio pelo, de la misma manera que el escándalo que supuso su mudanza junto a Irene Montero a un chalet de la Sierra de Madrid –la pareja se sometió incluso a una votación interna en su partido y puso sus cargos a disposición de la militancia– se magnificó en parte por las veces que Iglesias había subrayado lo importante que es vivir en un barrio trabajador y de manera similar a tu electorado. Sea por la manera atípica en la que se construyó su imagen pública –hasta él, nunca un líder se había autogenerado en las pantallas, como tertuliano, y ni antes ni después el dirigente de un partido político había comunicado oficialmente una ruptura amorosa, como sucedió cuando rompió con su anterior pareja, Tania Sánchez– o porque a los políticos de izquierda se les exige un ascetismo y una ejemplaridad que nunca se plantea con la derecha, Iglesias suele estar expuesto a críticas que no se les hacen a otros líderes. Esta misma semana, cuando posteó, como suele hacerlo, sobre una serie de televisión (Hipócrates, en Filmin) se le afeó que tenga tanto tiempo para ver televisión, siendo vicepresidente de un país que sufre los estragos de un segundo rebrote pandémico. En su caso, se añadía otro reproche que antes se reservaba, al menos en privado, a las mujeres. En redes sociales, muchos le preguntan cómo puede ver series teniendo tres bebés en casa.

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