Cuando Kobe Bryant se murió hace un año, el mundo era casi normal. Fue un domingo por la tarde y yo me encontraba en casa escribiendo. Podría haber estado en la calle tomando algo con quien hubiera querido y hasta la hora que hubiera querido porque no había restricciones de ningún tipo a causa de la pandemia, pero me pilló solo y por sorpresa. Cuando Kobe Bryant murió el 26 de enero de 2020 fue la única preocupación que tuvimos aquel día.
Lo primero que pasó es que alguien me mandó un tuit de Page Six. “URGENTE: Se ha estrellado el helicóptero en que viajaba el ex jugador de los Lakers”. Page Six, la misma que anticipó la muerte de Michael Jackson, es una triste institución en este tipo de tragedias. Me puse a navegar y lo confirmaba Adrian Wojnarowski, el periodista de la ESPN más respetado en cuestiones de la NBA, y ya no me cupo duda sobre la certeza del hecho, así que encargué el obituario. Pronto me llegaron más whatsapps dándome el pésame, como si fuera familia mía, porque la gente que me quiere sabe que el baloncesto es una de mis pasiones. No me quedaba hueco para la esperanza y, sin otra cosa que hacer, me puse a dar vueltas por toda la casa. El día que murió Kobe Bryant debí de recorrer mi salón en círculos unas 20 veces como en estado de shock. Tenía 41 años y viajaba con su hija Gianna, de 13, a cuyo equipo de baloncesto entrenaba. El día que murió Kobe Bryant, él tenía tres años más que yo. Ahora, solo dos.
Recuerdo que en mi nervioso zigzaguear me encaminé al armario de mi habitación, me subí a una silla y abrí una caja con las Nike Kobe AD Mid 2017 que el deportista había regalado a mi amigo Dani Borrás —director de GQ— y que este a su vez me había regalado a mí. Iban autografiadas y por eso Dani no se veía utilizándolas. El que tampoco se las pondrá nunca soy yo porque son apenas un 40.5 —Borrás tiene los pies pequeños y el corazón muy grande—, pero me gusta tenerlas y mirarlas de vez en cuando: me dan seguridad. “Cuando lo entrevisté, me las extendió, y antes de poder decirle nada me las firmó”, me confesaría mi amigo meses antes. Para mí hoy son una reliquia.
Yo también lo entrevisté en 2012, justo antes de los juegos Olímpicos de Londres en los que se haría con su segunda medalla de oro. Fue en Barcelona, a los pies del palacio de Montjuic. Apenas cinco minutos que me sirvieron más para relatar su aura que para hacerle preguntas de interés. Recuerdo que, de las ocho o 10 cuestiones que pude plantearle, dos o tres bordearon los lugares comunes y le aburrieron, y también recuerdo que al releer la entrevista aquel domingo en que Kobe murió no me pareció que salvara tan mal los trastos. Le pregunté cuál era su motivación para seguir adelante después de haber ganado cinco campeonatos. “Es fácil. Lo disfruto porque amo el juego. Llegados a este punto no juegas por dinero, no juegas por fama y tampoco juegas sólo por ganar. Juegas porque amas lo que haces”, dijo haciéndome sentir profunda envidia, porque hay pocos que no se quejaran de cómo le trataba su jefe en la oficina cuando salíamos de cañas antes de la pandemia. También me confesó que Michael Jordan era el mejor jugador al que jamás se había enfrentado en una cancha. El 23 fue su modelo de siempre. Y Kobe nunca llegó a ser el mejor jugador de la historia, pero fue el mejor de los que intentó ser como Jordan.
El día que murió Kobe Bryant rebusqué en mi Facebook y encontré la foto que le pedí que nos hiciéramos juntos aunque aquello no fuera muy profesional por mi parte. Pero es que hay cosas que nuestros hijos no creerían sin pruebas gráficas. Yo no llevaba barba entonces y estaba un poco más gordo, y él tenía cara de eternidad. El 22 de enero de 2006 encestó 81 puntos contra los Toronto Raptors, una cifra de dibujos animados casi absurda que nadie ha superado después de la pandemia ni 59 años antes.
Apenas un mes después del día que murió Kobe Bryant tuve que coger un apresurado avión de vuelta de la semana de la moda de Milán, donde me encontraba cubriendo unos desfiles porque se había detectado un brote de 70 infecciones por COVID al norte de Italia, y a partir de ahí el mundo se volvió más quebrado y más feo. Fecho el día que se murió Kobe Bryant cuando empezó a romperse más o menos todo. Ahora necesitamos su fuerza y determinación —considerada infinita por todos los que alguna vez le defendieron en una cancha— para salir adelante de esta.
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