De la continua tensión que existe entre lo público y lo privado, entre aquello que está construido para ser expuesto y lo que pertenece en exclusiva (o casi) a nuestra intimidad, emana el pudor. Es una señal de advertencia que nos previene sobre algo de nuestro interior que se nos escapa e incumple las reglas externas. Y siempre emerge con la mirada del otro, de un otro que enjuicia nuestro “yo”, de acuerdo con los códigos morales.
En la intimidad nunca nos sentimos pudorosos por nuestros comportamientos o pensamientos; podemos sentirnos culpables o avergonzados, pero no pudorosos. El pudor, por tanto, depende de un “yo” que ha sabido construirse como individualidad, pero que se sabe abocado a lo social, a las órdenes, imposiciones y prohibiciones que lo regulan, al orden moral en definitiva.
Eso lo convierte en la máxima expresión de civilización: el púdico es aquel que, siendo él mismo, habiendo adquirido una conciencia, se sabe obligado a cumplir las exigencias que comporta la vida en común. Si no nos hubiéramos convertido en púdicos, nunca hubiéramos abandonado el estado de vida animal.
La culpa y la vergüenza a través de la mirada del otro
En el libro del Génesis, hay un suceso que lo explica a la perfección. Justo después de que Adán y Eva hayan comido del árbol del conocimiento, Dios reclama la presencia de Adán. Cuando al fin comparece, lo hace avergonzado y justifica su retraso al hecho de encontrarse desnudo, lo que le provoca pudor. Dios simplemente le pregunta: “¿Y quién te ha dicho que estabas desnudo?”. Adán siempre ha estado desnudo, pero de repente ha tomado conciencia de él mismo, de su condición: se ha vuelto pudoroso. Es la prueba indiscutible de que ha mordido la manzana. A partir de ahí, solo resta la expulsión del Paraíso.
En el Renacimiento, Masaccio pintó un fresco sobre este tema. En él, una Eva con el rostro descompuesto se cubre los senos y el pubis, mientras abandona el Paraíso, pero Adán muestra sus genitales y tapa, compungido, el rostro con sus manos. El pudor provoca culpa en él y vergüenza en ella. Ambos son observados (en el pudor siempre tiene que existir la mirada del otro) por un ángel. Transgresión (comer de lo prohibido) y cuerpo (sobre todo el femenino) centran la fuente del pudor.
Espectadoras y juezas de nosotras mismas
Si en algún lugar puede especialmente apelarse al pudor es en el sexo. El cuerpo, socialmente vestido, se desnuda, se muestra en su intimidad y el orden moral se cuestiona. Por eso no es extraño que el pudor aflore con virulencia. Sobre todo en las mujeres. Porque es a nosotras a quienes con más fuerza se nos ha inculcado desde siempre la “virtud” de respetar las imposiciones sociales (el orden moral) y a quienes más afecta la “virtud” de alcanzar un cuerpo que se ajuste a los estándares sociales (el orden estético). Y eso provoca que, frente a la presión de fallar en alguno de los dos requerimientos, el pudor se apodere de nosotras.
Pero la autovigilancia, la voluntad de control y la intención de preservar la corrección –es decir, la amenaza del pudor– casan muy mal con lo que exige una interacción sexual. Y ahí aparece la caída del deseo, la ausencia de desinhibición para actuar o la falta de relajación e introspección que necesita el orgasmo. Todas ellas pueden ser, en las mujeres, manifestaciones de un pudor que siempre amenaza con aparecer cuando menos se le necesita.
También el ego contribuye a la aparición del pudor. Un ego ensanchado, presente de forma continua, que no quiere disolverse ni un momento, tiene a mano el pudor como su máximo garante. El sexo exige la disolución del ego: la “muerte” (la “pequeña muerte” de Bataille) momentánea y remediable del “yo”, que busca disolverse de manera taxativa en un nosotros.
Un ego que busca mantener el control a toda costa, que por estar presionado se mira en exceso y que entiende al otro no como el océano en el que disolverse, sino como una autoconciencia que le juzga, suelen provocar en el encuentro sexual un estado psicofísico que se llama “rol del espectador”: con demasiada frecuencia, nos convertimos en espectadoras y severas juezas de nosotras mismas. Nos miramos en exceso; estamos demasiado pendientes de nosotras mismas, de nuestro cuerpo, de la imagen que proyectamos en aquel o aquella que, entre gemidos y sudores, nos mira. Convertidas en observadoras críticas de nosotras mismas, nos perdemos lo que está sucediendo para evaluar lo que vemos. En el “rol del espectador”, el pudor siempre está presto a intervenir con su guadaña, con su severo juicio de lo que sucede en cuanto a lorzas, olores, depilaciones o anticipaciones de procedimientos…
La falsa apertura y naturalidad que, en realidad, nos encierra
Vivimos tiempos en los que el pudor parece haber desaparecido. Publicamos continuamente nuestra privacidad (cuerpos, estados de ánimos, ideas…), convirtiendo la existencia en un espectáculo impúdico. La falta de pudor es la base de una inagotable industria del entretenimiento, en la que llevar lo de dentro hacia fuera es la base del espectáculo. La falta de pudor ha dejado de ser algo subversivo (una denuncia de un orden moral que nos aprieta en exceso) y se ha convertido en la condición para ser “alguien” en este mundo de públicas privacidades donde vivimos.
Esto podría hacernos creer que, para la sexualidad, el erotismo y la amatoria, la falta de pudor es saludable y un signo de liberación. Pero no es así. La hipersexualización impúdica que se nos demanda no hace más que simular una “naturalidad” y una apertura que, en realidad, nos provoca más preocupación por el “yo” frente (y no junto) a los demás y una mayor cerrazón frente a ese otro con el que permanentemente acabamos compitiendo.
Además, no todo en el pudor cortocircuita nuestra respuesta sexual. Por ejemplo, es un gran incentivo para el deseo: es la resistencia que hay que vencer, la transgresión que nos puede llevar, de verdad, al erotismo.
Porque cuando todo es demasiado explícito, demasiado fácil, el sexo se hace rutinario, se despoja de todo el misterio que el erotismo exige. Montesquieu, filósofo, jurista y uno de los pilares de la Ilustración, poco antes de morir, dejó escrita una frase que no debemos olvidar: “El pudor hay que saber vencerlo, pero nunca hay que perderlo”.
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