Estoy sentada delante del ordenador y no puedo dejar de desviar la mirada hacia él. Y es que ya está otra vez en casa, tumbado en la alfombra de mi «habitación de escribir». Me reconforta saber que está aquí y cruzar mi mirada con la suya, contarle de qué estoy escribiendo, leerle algunos párrafos sabiendo no solo que me escucha, sino que también me entiende. Sí, Argos es el único que sabe de que van mis novelas antes de que las publique.
Fue a mediados del pasado septiembre cuando sus patas traseras empezaron a doblarse. Todo sucedió demasiado deprisa. Llevarle al hospital; los veterinarios; el cirujano José Luis Puchol y el neurólogo Alberto Muñiz diciéndonos que tenía varias hernias que le oprimían la medula; la urgencia de operar sin tener garantías de éxito; el nudo en la garganta cuando una semana después le sometieron a una segunda operación. Y, durante esos días, su mirada suplicante y confusa, desde la que nos interpelaba por el abandono que sentía.
Hubo un momento en que temimos lo peor, que hubiese perdido para siempre la movilidad de sus patas traseras. Aún así, nunca quise enfrentarme a la decisión de perderle. No sé si ha sido un milagro, pero el caso es que Argos ya se pone en pie y camina lentamente. Y está en casa, en su casa, con su familia, que somos nosotros.
Recuerdo que, después de la primera operación, cuando aguardábamos impacientes a que los cirujanos nos informaran del resultado, oímos llamar a «los dueños de Argos». Yo respondí: «Dueños no, nosotros somos la familia de Argos«.
Les confesaré que, durante las tres largas semanas que ha estado hospitalizado, yo casi no he podido escribir. No era capaz de concentrarme: las palabras se trababan en mi cabeza negándose a fluir. Y cada vez que levantaba la mirada y buscaba la suya sin encontrarla, sentía un nudo en la garganta. Es más, ahora que ya está aquí y estoy revisando las páginas de mi próxima novela escritas durante estos días pasados, me doy cuenta de que son manifiestamente mejorables, de que tengo que hacer borrón y cuenta nueva y regresar a lo que había escrito justo hasta el día en que tuvimos que llevar a Argos al hospital.
Pero ya está aquí y siento que los dedos me vuelan sobre las teclas del ordenador, que incluso es más fértil la imaginación. Solo quienes tengan amigos como Argos entenderán lo que les estoy contando. Los que nunca hayan sido capaces de respetar y querer a los animales, no entenderán nada. Ellos se lo pierden.
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