Norman Bates no solo mató a Marion Crane. Aquellos tres minutos y 33 segundos también mataron la carrera de Anthony Perkins, un tipo que entró en el Motel Bates como un respetado actor de carácter y emergente estrella popular (había ganado un Globo de Oro, grabado varios discos de éxito y obtenido dos nominaciones a los Tony y una a los Oscars) , pero hizo el check-out condenado para siempre a ser Norman Bates. En los ochenta sobrevivía haciendo secuelas de Psicosis (tres en total) y anuncios de after-shave en Japón. Si Rita Hayworth lamentaba que los hombres se iban a la cama con Gilda (su personaje más emblemático) y se despertaban con ella, Anthony Perkins fue la otra víctima de Norman Bates: no es que el público le asociara con el personaje, es que quedó tan traumatizado por él que cada vez que miraba la cara de Perkins solo podía ver a Bates.
Resulta paradójico que ser tan buen actor te arruine la carrera. Como ocurre con el Tom Ripley de A pleno sol o, más recientemente, el Andrew Cunanan de American Crime Story: Versace, el espectador siente cierta fascinación hacia el psicópata que no proviene de su oscuridad sino de su humanidad. El espectador siente, escandalizado, cierta empatía. Durante la escena en la que Norman Bates le prepara un sándwich y un vaso de leche (un menú inequívocamente infantil) a su invitada, da la sensación de que podrían hacerse amigos porque es una conversación entrañable y no amenazante. Sin verbalizarlo, Norman Bates consigue transmitir que es más víctima (de su familia, de abusos, de la masculinidad, de su homofobia interiorizada) que depredador y eso revuelve las entrañas y la moralidad del espectador. Por eso Norman Bates no es solo un personaje icónico, sino un canon cinematográfico. Y de ahí nadie puede salir, ni siquiera un gran actor como Anthony Perkins.
La única indicación que Perkins recibió es que “el señor Hitchcock quiere que protagonices su última película”. El director sabía lo que hacía. Perkins era el bicho raro oficial de Hollywood y conocía la represión, la tensión y la agonía con las que Norman Bates forja su personalidad. Apenas se relacionaba con sus compañeros, iba por ahí contando cómo había vivido durante años una relación platónica con una mujer dominante llamada Helen y se definía a sí mismo como “un niño de mamá”. En su madurez, Perkins explicó esta definición. Cuando era pequeño, su padre viajaba a menudo por su trabajo como actor en cine y teatro, lo cual hizo que Anthony dependiese de su madre “a un nivel anormal” y que se sintiese celoso de su propio padre cada vez que regresaba a casa. El niño deseaba que su padre muriese, algo que ocurrió a causa de un ataque al corazón cuando él tenía cinco años. “Asumí que mi padre había muerto porque yo lo había deseado con todas mis fuerzas” confesaría años después , una culpabilidad que corrompió su relación con su madre, quien le protegía mediante muestras de afecto con “cierta connotación sexual”.
Hay estrellas que lo habrían sido en cualquier época. Anthony Perkins no es una de ellas. Su talante taciturno, su presencia siniestra y su capacidad para dejar que la cámara devorase su sensibilidad le asemejan más a Daniel Day-Lewis o Joaquin Phoenix que a sus coetáneos Charlton Heston o, desde luego, Robert Redford. Su visceralidad de método habría encajado mejor en la década de Pacino, De Niro, Hoffman o Nicholson que en la de Tab Hunter o Rock Hudson, dos ídolos de póster con los que Anthony Perkins no podía competir en la taquilla pero sí en la cama.
Perkins y Hunter, el chico de oro del Hollywood de los cincuenta, mantuvieron una relación durante tres años. De haber sido pública, habrían sido la pareja mediática más brillante de la década, “pero para el mundo, eran colegas” explica una expareja de Perkins en la biografía Split Image. The Life of Anthony Perkins. “Los amantes homosexuales que se comportaban como tal era una cosa de las islas griegas en la antigüedad, pero en la América de los años cincuenta una celebridad no podía salir del armario, incluso aunque quisiera. Y [Anthony Perkins] no quería”, aclara. Tab Hunter y Anthony Perkins solían salir en citas dobles con estrellas de la época como Debbie Reynolds (una mujer que, según su biografía, salió con más gays que heterosexuales) , posaban para los fotógrafos y luego se iban a casa juntos. Sin ellas, se sobreentiende.
Las estrellas homosexuales vivían en permanente estado de alerta por ser descubiertos y no solo perder su carrera sino retirarse como parias sociales. Tab Hunter fue sacado del armario a empujones cuando el agente de Rock Hudson le chivó a la revista sensacionalista Confidential que Hunter había participado en una “fiesta de pijamas” (es un eufemismo, nadie llevaba pijamas) para así distraer la atención de que en el evento también participaba… Rock Hudson, quien según las crónicas de la época no se perdía una. Hunter vendió toda su memorabilia de sus años como ídolo de muchachas adolescentes, pero la ambición de Perkins por lograr una carrera que sabía que merecía le llevó a proteger su secreto hasta el día de su muerte.
Tras Psicosis, en una decisión profesional audaz pero arriesgada, Perkins se pasó siete años sin trabajar en Hollywood. Llegó a ganar el premio al mejor actor en Cannes por El último adiós junto a Ingrid Bergman, quien estaba en pleno exilio por motivos distintos (su aventura adúltera con Roberto Rossellini) . Al regresar, ni los premios ni la taquilla de sus primeros años le estaban esperando. Convencido de que su homosexualidad estaba perjudicando su carrera, Perkins se sometió a tratamientos psiquiátricos (y en los setenta, las prácticas psiquiátricas no eran tan pizpiretas como tomarse una pastillita) para curarse. Se acostó por primera vez con una mujer a los 39 años (la actriz Victoria Principal) y se casó con su mejor amiga del colegio, Berry Berensson, quien llevaba toda la vida enamorada de él.
“Había una sensación de matrimonio real entre ellos” recuerda el escritor Dominick Dunne, “fuera lo que fuera lo que ellos tenían, era maravilloso y era una familia de verdad”. Perkins y Berensson tuvieron dos hijos, Elvis y Oz, y siguieron casados hasta la muerte del actor en 1992. [Berensson falleció en los atentados del 11 de septiembre de 2001]
En 1991, ya enfermo de sida y durante el rodaje de su antepenúltima película (después vendría a España a trabajar con Javier Elorrieta en _Los gusanos no llevan bufand_a y recoger un premio Donostia en honor a toda su carrera en el festival de San Sebastián) , un thriller de serie Z en el que interpretaba al enésimo asesino de su carrera llamado A Demon In My View, Perkins se acercó a uno de los extras en el set de rodaje.
“Michael, una cosa” le dijo al extra, “he notado que cuando vas a coger el cuchillo de la mesa miras hacia abajo. Déjame advertirte de que si bajas la mirada así la directora va a cortarte el plano. Probablemente para insertar uno de mí. Una vez la cámara pierde tus ojos, ya no le sirves, créeme. Este es tu gran momento. Te sugiero que practiques coger el cuchillo sin tener que mirar hacia él. Si lo haces, la cámara se quedará contigo ”.
Este consejo, aparentemente anecdótico, demuestra quién era Anthony Perkins. Un tipo que nunca tuvo madera ni aspiraciones de estrella, pero que admiraba, respetaba y luchaba por el arte de la interpretación de forma implacable. Su muerte, la segunda de una estrella a causa del sida tras Rock Hudson, le devolvió a las portadas pero transformado en una figura trágica, una criatura sórdida y un ciudadano de segundo. Quizá por eso y por el poco tiempo que le quedaba, Perkins se resignó a que, a pesar de haber trabajado hasta el último día, su legado siempre sería Norman Bates. Un personaje que, casi 60 años después, se sigue aferrando a la cultura popular con la misma fiereza con la que asestaba cuchilladas.
Pero antes de marcharse, Perkins quiso dejar tras de sí otro legado, el de la dignidad de los por entonces demonizados, estigmatizados y abandonados enfermos de sida, y les dictó en su lecho de muerte a sus hijos un comunicado a publicar póstumamente : “Elegí no contar mi enfermedad en público porque, citando mal aquella frase de Casablanca, ‘no se me da bien ser noble’. Hay muchos que consideran que esta enfermedad es una venganza de Dios, pero yo he aprendido más sobre el amor, la generosidad y la comprensión humanas gracias a las personas que he conocido en esta gran aventura en el mundo del sida que jamás aprendí en el mundo competitivo y a degüello en el que pasé toda mi vida”.
Ni una mención a Hollywood. Un gesto que no suena a venganza, rencor o frustración sino a alguien que abrazaba su humanidad instantes antes de perderla. Los obituarios de la época escribieron conmovedoras apreciaciones a estas, sus últimas palabras, que eclipsaron su dichoso trabajo en Psicosis (durante sus últimos años de vida, Perkins pedía por contrato que nadie en los rodajes le mencionara esa película) y le convirtieron en un símbolo por la visibilidad, el respeto y la dignidad de los enfermos. Sus cenizas descansan en su hogar, dentro de una urna con una inscripción sacada de un clásico de la música americana (Don’t Fence Me In) : “no me cerquéis dentro de una valla”. Anthony Perkins se pasó la vida atrapado, lo único que esperaba de la posteridad era que le dejasen en paz.
Artículo publicado originalmente el 7 de abril de 2018 y actualizado.
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