Escribo esta carta desde la playa de Alcossebre (Castellón), donde fui más feliz que nunca en mi niñez. Recuerdo hacer amigos efímeros, jugar a las maquinitas de los recreativos y comer helados de leche merengada mientras mis padres, mi hermana y yo caminábamos descalzos por la orilla.
También pedir 100 pesetas a mis 11 años para comprarme un periódico deportivo. El Sport, que iba con grapa y era el más grueso —y por tanto, el más rentable—, aunque no sabía que versaría sobre el Barça, que por aquel entonces no era mi equipo. Casi 30 años después vuelvo aquí, a recuperar las sensaciones de la primera playa que le enseñé a mi hijo, con algunos de aquellos quioscos aún abiertos y sintiendo el orgullo de que se exhiba en ellos Vanity Fair. Cuando se secan estas líneas, nuestra revista de julio, protagonizada por Carmen Maura, todavía nos observa en las plazas donde quedan ejemplares. La gente la compra y la lleva a la playa, y complementa con ella la lectura ociosa de sus medios digitales de preferencia —ojalá también vanityfair.es—. Las salas recreativas han desaparecido porque todos llevamos una miniaturizada máquina ídem encima.
Hoy, domingo 12 de julio, se celebran las elecciones vascas y gallegas entre medidas de extrema precaución por los rebrotes de COVID-19 activos en nuestra geografía, el socorrista de la piscina se pasea con una bombona desinfectante al hombro y los viandantes del paseo marítimo portamos mascarillas quirúrgicas. Nadie sabe si la nueva normalidad tornará a medio plazo en vieja normalidad, o mediana normalidad al menos, pero la nostalgia de quien, desafiando a Sabina, vuelve a los lugares donde fue feliz se multiplica con estos nuevos usos y costumbres.
Hay algo que permanece inalterable, eso sí. La sensación de estar solo —y en paz— en el mundo cuando te alejas 50 metros de la orilla, echas la cabeza hacia atrás, hundiéndola antes de volver a la vertical y emerges con un perfecto peinado yuppie. Si es que solo me falta la camisa azul de cuello blanco para ser un Gordon Gekko subacuático. A lo alto brilla el sol y las nubes perfilan nítidos animales sobre el perfecto cielo azul. Y el bichito y la mascarilla no tienen jurisdicción dentro del agua, al menos que se sepa. De vuelta a la arena una madre pone las aletas a su hija —que pide a su vez que le retoquen la coleta—, las olas rompen contra las rocas y un señor clava su sombrilla mientras me saluda. Es una suspensión amable de la realidad. En esta cala, en la que la gente saca los bocadillos, juega a las cartas o se unta crema solar entre chapuzón y chapuzón, 2020 se parece a cualquier escena de nuestro pasado. Y son esas pequeñas victorias las que vamos restregándole al virus.
Nada me hará más feliz que usted, lector(a), navegando estas líneas cuando acabe julio o comience agosto y descubra a la reina Letizia más desconocida, con ganas de cargarse a la espalda una monarquía muy maltrecha por culpa de la no intachabilidad del emérito. Hemos conseguido también entrevista con la única hija de la reina de Inglaterra, con el jefe de la patronal y con el reverendo Jesse Jackson, eterno activista contra la discriminación racial, dibujando un fresco versátil que baila entre la política, la aristocracia, la empresa y lo social, los mismos ingredientes Vanity Fair de siempre, pero con más tiempo que nunca para leerlo.
Conozco a un lector cuya anécdota de verano recuerdo llegados a estas fechas: además de las cinco o seis maletas, sombrilla y arreos playeros con que cargar el enorme coche donde transporta a su familia numerosa, le acompañan los 12 números que hemos publicado durante el curso porque —tenaz— pretende dar buena cuenta de ellos antes de la vuelta. Y me emociona que ese hombre se emocione con los reportajes de esta entrega y de todas las previas del año, porque le supongo ese sentido de la maravilla que me inundó la mañana en que abrí sobre la toalla mi primer Sport hace casi tres décadas. Ojalá causar la misma impresión —o casi— en alguien —o en muchos— con este ejemplar.
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