De origen griego (sus padres habían emigrado a Estados Unidos en busca de fortuna), nació en 1923 en la ciudad de Nueva York. Cuentan que su madre, que esperaba que naciera un niño, la rechazó al nacer y ni siquiera quiso cogerla cuando escuchó lo agudo que resultaba su llanto. Sería el principio de una vida marcada por los desplantes de su madre, el abandono de su padre y la búsqueda incansable (e infructuosa) de la felicidad y el amor. Maria Callas era Maria, tímida y sencilla, y era Callas, elegante y temperamental, al mismo tiempo. Esta es la mujer que había detrás de un mito, la mujer a la que su propio personaje devoró.
Tras la separación de sus padres volvió a Atenas, junto a su madre y su hermana, donde estudió en el Conservatorio Nacional. La que se perfilaba como una prometedora carrera estaba empañada por la relación con la madre, que presionaba en exceso a una joven María de quince años a la que calificaba como gorda y poco agraciada de manera continua. Ese fue el principio de la obsesión que la cantante arrastraría toda su vida en relación al cuerpo. Pero hubo más capítulos que añadirían leña al fuego y que la llevarían a protagonizar cambios de imagen extremos.
Ocurrió entre 1953 y 1954. Después de leer una crítica de sus primeras interpretaciones de Aida en la que se decía que era “imposible distinguir entre la patas de los elefantes del escenario y las piernas de la Aida interpretada por Maria Callas”, la diva decidió poner solución. Bajó de 110 a 53 kilos en cuestión de meses (medía 1,75) y pidió ayuda Madame Biki, una gran diseñadora de Milán, quien dijo de ella: “La primera vez que vi a la Callas entrando en mi tienda me pareció una campesina en un paseo dominical. Zapatos planos, pendientes de plástico…”.
La metamorfosis de la griega (llegó a rumorearse que la pérdida de peso se debió a una tenia que no sabían si había llegado por casualidad a su organismo –o no-) la convirtió en un filón. Ya no era solo aquella voz prodigiosa capaz de pasearse por las octavas sin despeinarse en absoluto. Ahora era, además, la imagen de una mujer que se consumía y que daba fenomenal en las escenas más trágicas. Por desgracia, aquella tristeza tan codiciada en el escenario era la viva estampa de la Maria más real.
Por aquel entonces ya estaba casada con Giovanni Battista Meneghini, un constructor acaudalado, casi treinta años mayor que ella, y que fue decisivo en los primeros pasos de su carrera. Pero todo cambiaría el día que se cruzó con el magnate griego Aristóteles Onassis y su mundo se paró. Cuentan que tardaron dos años en dar rienda suelta a la pasión, pero, una vez que lo hicieron (en un yate), la historia se desbocó y ese público que antes veneraba a Maria se convirtió en verdugo mientras ella corrió a refugiarse a los brazos de su amor y repetía “no quiero cantar, quiero vivir”.
“Primero perdí mi voz, luego mi figura y por último a Onassis”
Perseguida por la prensa rosa, señalada por la sociedad y abandonada nueve años después por Onassis (que la dejó de la noche a la mañana para casarse con la viuda de Kennedy), el declive de Maria cogió fuerza. A la pena más negra de haber perdido un hijo con Aristóteles Onassis que murió a las pocas horas de nacer (y que habían mantenido en secreto) se unió el rechazo continuo del griego a casarse con ella y las portadas que copaban todos los kioscos mostrándole que ahora Jackie era Jacqueline Onassis. Fueron los antidepresivos la mejor forma que encontró de combatir el dolor.
Sin embargo, cuando las cosas entre la viuda de Kennedy y el griego se torcieron y él quiso recuperar a la Callas (antes siquiera de haber terminado con Jacqueline) ella le dijo que no. El retiro voluntario al que se había sometido para vivir su amor con el magnate resultó menos glamuroso y más perjudicial para su voz de lo que ella había calibrado. Cuando intentó volver a los escenarios de la mano de Giuseppe di Stefano el resultado fue una gira nefasta.
Moriría en 1977, a los 53 años, sola en su casa de París. Oficialmente la muerte se produjo por fallo cardíaco, pero la sombra de la embolia pulmonar y la sobredosis de barbitúricos quedaron sobrevolando. La incineraron en el cementerio parisino de Père Lachaise y su urna fue robada. Por eso no se sabe a ciencia cierta si eran suyas o no las cenizas que días después de tiraron al mar Egeo intentado cumplir la última voluntad de una mujer que llegó a declarar: “No debo hacerme ilusiones, la felicidad no es para mí. Hay personas que han nacido para ser felices y otras para ser desgraciadas. No tengo suerte. Aunque a menudo me pregunto: ¿Por qué debe ser así? ¿En qué me equivoco? ¿Tan mala soy? ¿Es demasiado pedir que me quieran las personas que están a mi lado?”.
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