Mi amigo Aitor tiene a su vez un amigo, al que llamaré Edu porque se llama Edu, que es vecino de Tejero. De don Antonio Tejero Molina, para ser exactos. Del teniente coronel del 23-F. Del cabecilla aquella noche que en España las vacas flacas embistieron con tricornio. Del hombre de voz gangosa que irrumpió a tiros en el Congreso (eso sí que eran iniciativas parlamentarias…). Pues bien, Edu se encontró un día con Tejero en el supermercado y estaba el señor, vestido todo de paisano jubilado ya menos el bigote de campaña, comprando naranjas, porque los golpistas también comen fruta, cuando se le cayeron al suelo. Edu, rápido el maldito como un rayo, abrió los brazos y las piernas delante de él y sin moverse chilló: “¡Quieto todo el mundo!”. Yo hubiera dado un brazo y un golpe de Estado solo por ver la escena y la cara de Tejero. Esta anécdota, para mí, es uno de esos detalles que me hacen adorar este bendito país.
El sábado la recordé porque fui al supermercado y estaba más lleno que ningún día y algo parecido sucedió en la frutería. Había un hombre echando naranjas a una bolsa cuando se le cayeron todas al suelo y media docena de personas alrededor suyo se quedaron súbitamente congeladas, mirándose unas a otras sin saber qué hacer como si en lugar de naranjas fuesen granadas de mano. El hombre que las tiró miraba a su vez avergonzado como si hubiese roto un jarrón ming. Menos mal que pasaba justo una reponedora, se puso a recogerlas y dio de nuevo al play en la escena. Si no allí están todavía todos quietos como estatuas de sal o como diputados.
Con esto de la distancia social y del miedo, que se contagia más rápido que el virus, ahora vamos todos como imanes que se repelen y también un poco como pollos sin cabeza. Te vas cruzando con unos y otros y esquivándolos como en un comecocos hasta que te cortocircuitas y no sabes hacia donde tirar y sientes que estás perdido, que te van a comer y que game over. Por eso disfruté tanto contemplando la escena. Creo que es la primera interacción social de más de dos personas que veo en mucho tiempo. Y aunque se los viera a todos tímidos y confusos, como si fuera una cita a ciegas o una inspección de Hacienda, me hizo una ilusión que casi se me caen las lágrimas al suelo con las naranjas.
David López Canales es periodista freelance colaborador de Vanity Fair y autor del libro ‘El traficante’. Puedes seguir sus historias en su Instagram y en su Twitter.
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