Lenin custodia la casa de Massiel. Como votante del PSOE “de siempre”, ella habría elegido un nombre menos comunista para su mascota, pero el can llegó a su hogar con cinco meses y ya lo habían bautizado así. El jack russell tiene pedigrí, tanto que en la explicación sobre su origen aparece hasta el nombre de Manuel Prado y Colón de Carvajal, administrador privado del rey Juan Carlos I durante más de 20 años. Es algo que ocurre a cada instante con Massiel, que lo mismo habla de artistas que de políticos, nobles o estrellas de la televisión de ayer y de hoy, poniendo a convivir, al menos en su discurso, el presente con el pasado y la alta sociedad con la mediática.
Por eso, María de los Ángeles Santamaría de Espinosa es el epicentro español de la teoría de los seis grados, que dice que todos estamos separados de cualquiera por solo cinco personas. Lo es, porque si usted conoce a Massiel, esa distancia se reduce a dos. Digo “Sofía Loren”, ella abre su memoria y yo rozo a la italiana. “La conocí en el Hotel Plaza, donde mi padre era director artístico y ella se alojaba mientras rodaba una película con Frank Sinatra y Cary Grant”.
Massiel empieza a recordar y Lenin se sube al sofá buscando mimos mientras escucha cosas que quizá también él ya conoce. “Me aburre contar mi vida”, dice su dueña desde un sillón en el que coloca varios cojines porque le duelen las articulaciones y porque así toma un ángulo desde el que ve mejor. Padece degeneración macular y ha perdido visión, pero en pocos minutos demuestra que ni un ápice de vista.
Varias Vidas
Massiel nació en Madrid, en 1947, y se recuerda como una niña repipi y una jovencita descarada. De esos primeros años rememora los trayectos en metro para ir a clases de canto: “Iba a Amor de Dios desde Antón Martín y me daba un poco de miedo y de vergüenza, porque me tocaban el culo”. Cuenta que fue una cría precoz a la que le cortaban el pelo para que pasara desapercibida. “Era muy llamativa: tenía los ojos expresivos, un melenón y la boca muy grande y llena de dientes”.
Bromea varias veces sobre su dentadura, como hicieron Forges y otros humoristas; pero lo encaja bien, porque “las caricaturas son para las grandes”. Tiene sentido del humor, aunque las bromas las hace ella. También dice muchos tacos, pero, quizá por el convencimiento con el que los expele, consigue que parezcan pertinentes.
Por la variedad de temas que aborda, nadie diría que la dueña de Lenin solo tiene el bachillerato; y aunque se considera cantante, en su casa hay más libros que discos. La periodista Mila Ximénez o la actriz Silvia Tortosa conviven en sus estanterías con estudios sobre Picasso y libros de arquitectura. Sobre la cómoda de su dormitorio, Momentos estelares de la humanidad, donde el austriaco Stefan Zweig narra instantes de la historia tan variados y dispares como los que componen el relato que hace Massiel de sus vidas. En plural, sí, pues La tanqueta de Leganitos parece haber vivido varias.
Algo pasa con Serrat
Una de sus vidas empezó cuando en 1968 aceptó sustituir a Joan Manuel Serrat para cantar La, la, la en Eurovisión. “Luis Eduardo Aute siempre me ha dicho que llevo décadas pidiendo perdón por haber ganado”, cuenta y asiente. Por eso, aunque este 6 de abril se cumplen 50 años de aquel triunfo, no parece que Massiel tenga mucho que celebrar.
"Los Javis [Javier Calvo y Javier Ambrossi, los actores, guionistas, directores y profesores del programa Operación Triunfo] me han invitado a Portugal, donde se celebra este año Eurovisión. Iré, porque siempre he sido eurofan y porque es un show espectacular”. No se arriesga a asegurar que Amaia y Alfred vayan a ganar, pero sí que la triunfadora de Operación Triunfo tendrá una buena carrera. Se siente cómoda al hablar sobre el presente del festival, pero menos si habla de su experiencia. “Tendría que haber hecho como Julio Iglesias, quedarme cosechando éxitos en América. Ganar Eurovisión me destrozó la vida”, dice con su voz de mezzosoprano.
“Te van a crujir”, le dijo su padre cuando aceptó sustituir a Joan Manuel Serrat, a quien hace años llamaba “amigo” y ahora califica de “cínico”. Lo dijo en octubre y en el estreno del musical de La familia Addams, cuando le preguntaron qué le parecía la postura del cantautor en el conflicto catalán. No entró en detalles, tampoco ahora, pero algo está claro: no es un asunto político, es personal. Tras insistirle para que se explique, empieza a llorar y se refugia en su can. “¿Ves, Lenin? Por eso no doy entrevistas, porque me remueven recuerdos y me pongo triste”.
Encasillada
Massiel actuó por última vez en 2012; lo hizo en el Teatro Español, donde debutó con 10 años bailando en La verbena de La Paloma. Mario Gas le dio el papel de Carlotta Campion en el musical Follies, de Stephen Sondheim, en el que interpretó I’m Still Here, un tema con el que demostró estar en plenas facultades.
“Me gusta descolocar. Con esa actuación lo logré y demostré que no habían podido conmigo”. No hubo crítico en España que no la elogiara, pero en el tono de los artículos se nota cierta sorpresa, como si Massiel hubiera quedado en la memoria colectiva como la intérprete de La, la, la y poco más. Ella lo sabe y eso le molesta.
En Sudamérica, donde la cantante fue número uno antes de participar en Eurovisión y ganó dinero en tres meses como para comprarle una casa a sus padres, haytres generaciones de madres que bautizaron a sus hijas con su nombre. Eso, en cambio, no pasó en España. Un paseo por los alrededores de su casa basta para comprobar que apenas queda rastro de su obra posterior a La, la, la.
FNAC y El Corte Inglés solo disponen de Rosas en el mar, su primer álbum, obra de Aute. En tiendas de segunda mano como La Metralleta, en Madrid, hay un vinilo del mismo título. En La Gramola, también en la capital, ni eso. En esos, como en otros establecimientos, la letra eme la copa Marisol, y en el apartado de los intérpretes masculinos reina Julio Iglesias.
Massiel ha cambiado de estilo tanto como ha querido: incluso fue la reina de Egipto en el Antonio y Cleopatra, de William Shakespeare, que dirigió José Tamayo para el Festival de Teatro Clásico de Mérida; y en lo musical ha cantado rancheras, cabaret, protesta y hasta tangos de Astor Piazzolla.
Casi siempre eran temas difíciles, en las notas altas y en las graves, pero denle al play y comprobarán que los resolvía sin despeinarse. “¡Si lo más fácil que he hecho ha sido La, la, la!”, dice ella, que tiene un alto concepto de sí misma y a quien no hay que presionar para que haga autocrítica. “Yo no quería etiquetas, pero soy consciente de que esos cambios de registro han despistado al público, que no sabe dónde ubicarme”.
Esa confusión se produce desde el inicio. “Ay, Massiel, la gente no sabe dónde encuadrarte”, escribió Rosa Montero en 1976 y, al llamarla “nuestra folclórica intelectual”, la metió en uno de los pocos sacos donde la intérprete no había estado. “Le debí parecer muy racial y segura de mí misma, pero no tengo nada de folclórica”. Lo que no la llamó nadie fue cantautora, a pesar de que escribía algunas de su letras: El chisgarabís o Necesito silencio, compuestas con Cecilia, son dos ejemplos.
Ni Folclórica ni Progre
En aquella entrevista, Montero la llamó “progre”. “Eso lo sería ella, porque ‘progres’ son los del mayo del 68, y yo en esas fechas ya estaba más que concienciada. Tanto, que no quería ser franquista”. He ahí otra confusión que aún sigue desbaratando: la de negar que apoyara al régimen por haber cantado en Eurovisión.
"¿Sabe cuánto daño me hizo eso? No importaba que interpretara letras de Patxi Andion o Toma la piedra, deja la flor, que me escribió José Agustín Goytisolo, a quien conocí por Ágatha Ruiz de la Prada, y que cantaron hasta los presos de la Dirección General de Seguridad”. Para resarcirse, entró en el teatro por la izquierda, con A los hombres futuros —textos de Bertolt Brecht— y como compañero, Fernando Fernán Gómez. De ahí salió un disco que publicó José Manuel Caballero Bonald y que sufrió la censura. “Pero me dio fuerza, porque supuso el reconocimiento de la intelectualidad y de la izquierda”.
No temía hablar de política, tampoco ahora. Dice que no ha cambiado nunca el sentido de su voto y se le nota que no le gusta Podemos. A su líder, Pablo Iglesias, lo sermoneó públicamente por decir que Cataluña es soberana. “El juego de las banderas sirve para agrupar a la gente y aborregarla. Creo en la libertad de expresión, en ser bilingüe, en respetar la cultura de los pueblos… Pero también creo que las autonomías salen muy caras”.
Sin Redes, pero al Día
Massiel habla de política y de justicia social con la misma naturalidad con la que luce abrigos de piel o coge el metro y el autobús. Es la misma que en 1979 firmaba un manifiesto en el que 1.300 españolas confesaban un aborto para exigir su despenalización, pero que hoy habla así sobre el acoso: “No hay nadie más feminista que yo, pero el #MeToo me aburre mucho”. Dice que España es machista y cree que haber tenido a su padre como mánager la protegió de muchas situaciones desagradables. “Eso, y mi carácter. Yo era tremenda. Me tenían respeto, diría que incluso miedo”.
La dueña de Lenin es capaz de citar a Lauro Olmo, autor de La camisa, historia del barrio de Pozas –“Donde empieza la especulación de Argüelles”–, para luego hablar del Embassy o de aristócratas que la ayudaron cuando quiso anular su matrimonio por la iglesia. Y si nada de eso resulta contradictorio, es porque a los pocos minutos de hablar con Massiel queda muy claro que ella es su propio bando.
No usa las redes sociales, pero está al corriente de todo lo que sucede: “Ni con 1.000 euros al mes puede vivir alguien, porque cualquier apartamento vale 750 euros y hay que pagar calefacción, agua, luz… Por eso, no estoy de acuerdo con los sueldos vitalicios de los políticos”, comenta la mujer que tuvo un hijo con uno de ellos.
Tres Bodas
“Tres maridos tuve y a los tres envenené…”, dice en Lady Veneno, tema de Viva, disco del año 1975 en el que se escucha a la Massiel más mordaz. Al recordárselo, arranca a cantar, aunque para enseguida: “Yo también tuve tres maridos, pero no los envenené, los promocioné. Y a alguno tendría que haberlo matado”. Al hablar de los hombres, vuelve a su papel de mujer sin freno, la voraz, como si no le doliera ya ninguna de esas heridas.
“O Bertolt Brecht o yo”, le dijo su primer esposo, el médico Luis Recatero, una noche de 1970. “Lo llamé para decirle que se retrasaba el ensayo y que viniera a cenar”. Él le replicó que ella era su mujer y que su obligación era estar en casa y hacerle la cena. “Le dije que teníamos dos chicas de servicio para eso y a mí me temblaban las manos, no de miedo, sino de coraje”. Llevaba 11 meses casada, tenía 23 años y vivía en un país donde una mujer necesitaba permiso del padre o del marido para casi todo, pero ella colgó, pidió un abogado y nunca más durmió con Recatero.
El segundo matrimonio fue con Carlos Zayas, político del PSOE y padre de su hijo Aitor. Esa unión duró siete años y no hay rastro de acritud cuando lo nombra. Para la tercera, la apadrinó Gabriel García Márquez. El novio, el periodista Pablo Lizcano, sobre quien no quiere decir nada porque ya ha fallecido.
A Massiel es difícil cogerla por sorpresa. Aunque su afirmación de que ha tenido grandes amores suscita una pregunta que le comprime el rostro. ¿Incluye en ese grupo alguno de sus matrimonios? Tras el pinchazo, responde desviando la atención hacia una foto en la que se besa con el productor José Sámano. “No era Richard Gere, pero sí gracioso e inteligente. Solo había un problema: yo era tan famosa que algunas se pusieron como reto tirarse al novio de Massiel”. Ríe y da algunos nombres de actrices y cantantes, pero pide, por favor, que no se hagan públicos.
José Frade también marcó su vida. “Lo conocí la noche en que gané Eurovisión, me ofreció un contrato para que hiciera tres películas”. Estaba casado, pero en el primer rodaje se enamoraron. Para Massiel, Frade y Eurovisión son el punto de partida de varios de sus males venideros. Aunque tampoco en este asunto ahonda y por segunda vez rompe a llorar, provocando que Lenin se ponga en guardia.
Le ocurre algo parecido cuando menciona su sangre. “Cuanto menos hablemos de la familia, mejor”, dice seca, marcando una linde que no piensa atravesar. Lo dice acariciando al perro y cerrando el asunto con una frase que repite varias veces: “Es que soy gilipollas —afirma—. Me han utilizado muchas veces y me he dado cuenta, pero lo consentí porque quería a esas personas”.
Massiel es generosa al mostrarme su casa y sus fotos, la mayoría en blanco y negro. Dalí y Pablo Milanés están en el cuarto de baño; Marisol, la cantante italiana Milva y ella, en el Festival de Lugano, sobre una mesa del comedor; don Juan, padre del rey emérito, en una salita saludando a la cantante en el Casino de Estoril. “Fue una encerrona, pues salió en la portada del ABC después de que yo me negara a recoger en persona el Lazo de Isabel la Católica que me concedió Franco por ganar Eurovisión”.
Silencios
Massiel también es espléndida al abrirse, aunque esta autora de frases rotundas da más información que titulares. La transmite con la cara, con los gestos y con la intención con la que subraya algunos nombres. Entre quienes le han hecho daño hay uno que no obvia. “Emilio Aragón, dueño de la productora del Qué me dices, donde cada día durante ocho meses emitieron un vídeo en el que yo bailaba y ellos decían que estaba borracha”.
Era el año 1996 y las imágenes se tomaron en la boda de Enrique Ponce y Paloma Cuevas. “Me dejó paralizada y había días que temía salir de casa. El daño profesional y personal que me hicieron no se lo perdono a Emilio”, dice mientras se sirve el quinto vaso de Solán de Cabras.
En su relato hay huecos y silencios muy elocuentes. Por ejemplo, no hay forma de que cuente por qué tuvo que montar su propia discográfica; no recuerda la fecha de su primera boda; mienta mucho a su padre, nada a su madre y poco a su hijo; y al preguntarle si es creyente, hace la pausa más larga en nuestras cuatro horas de conversación. “Una siempre tiene la esperanza de que haya algo”, dice, pensativa, desde un salón lleno de cuarzos rosas y amatistas que parecen amuletos.
Enseguida le vuelve la sonrisa y lanza otra retahíla de anécdotas, nombres propios y picardías, pero cuando le pido que me diga quiénes son los amigos que nunca le han fallado, Massiel se agarra a Lenin y vuelve al mutismo.
Entrevista publicada en el número de abril 2018 de Vanity Fair.
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