En poco tiempo, ‘La isla de las tentaciones’ ha sabido crear un nuevo universo de carne fresca al servicio de la programación de Mediaset. Desde hace años, muchos reclamaban la vuelta de ‘Confianza ciega’, ese ‘reality’ en el que Francine Gálvez jugaba a romper parejas a base de encuentros y desencuentros. Inspirado en esa idea destroza hogares que tanto juego da en un país que disfruta con el dolor ajeno, el formato actual propone colocar muslos y pechugas de primera categoría en playas paradisíacas y ‘suites’ con ‘jacuzzi’.
Mónica Naranjo se divierte jugando entre tanta hormona alterada y tanto romance alimentado a golpe de daiquiri. Es cierto que el programa engancha como ‘placer culpable’, pero el hecho de ser un concurso grabado le ha quitado garra al debate posterior, que queda falso e impostado, le ha robado la posibilidad de estirar tramas o exprimir personajes. Además, uno se pregunta cuántas veces se graban los ‘momentazos’ que se viven: se hace raro cuando por montaje se salta el ‘raccord’ y vemos planos generales con solazo alternando primeros planos de la presentadora lloviendo a mares. Lo que el concurso pide a gritos es el directo. Y el rumor de una versión gay, de cumplirse, hará saltar todos los pines parentales del mundo occidental. De eso se trata, ¿no?
La bipolaridad de ‘OT’
Hay dos ‘OT‘: uno, el que llega a todos los espectadores desde las galas; el otro, el que siguen los jóvenes en el canal 24 horas al tiempo que comentan en redes sociales. Uno y otro discurren en universos paralelos, y el problema es que los guionistas todavía no han sabido combinarlos. Así, mientras los domingos encontramos a un Roberto Leal que intenta ir de colega mientras va dando paso a los vídeos tras conversaciones insustanciales, en el día a día nos encontramos con una convivencia salpicada de conflictos: Eli jugando a mamporrera quitando guitarras, criticando el físico de su compañeras o diciendo que el euskera es feo; Jesús molesto porque golpean la mesa cuando luego él mismo la usa como batería o Nick llorando en el hombro de Noemí porque se siente solo e incluso duerme en el salón porque ‘los graciosos oficiales’ no paran de hacer fiesta por las noches.
Que Rafa es divertido lo sabemos, pero es tan gracioso que distrae al grupo y acaba por agotar: es un perfil que siempre está, recordemos a Roi o a Ricky, pero ambos (a diferencia de Rafa) sabían gestionar ese humor sin dejar de trabajar duro. Lo que choca a los seguidores es que todos estos conflictos no estén en la gala, que discurre en un tono tan blanco como aburrido (¿hace falta que los jurados hablen para no decir nada tras las actuaciones?). No es de extrañar que la audiencia se resienta. Hay cierta indefinición: o más ‘talent’ o más ‘reality’, pero se pierde. Y sería una pena.
Conexiones de riesgo
Hasta la declaración de la Emergencia Climática, ser reportero de guerra era la especialización más peligrosa que se podía ejercer en televisión. Ahora, con cada ola de frío, con cada sequía extrema a 50 grados a la sombra, el riesgo está en las conexiones en montañas nevadas, playas devoradas por las olas o arroyos convertidos en pequeños Amazonas. Esta semana hemos llegado a ver reporteros al borde de convertirse en muñecos de nieve, las pestañas heladas, los rostros paralizados por el frío.
Los imaginamos horas expuestos a la metereología, esperando la conexión, pegados a un pinganillo helado, para aparecer en pantalla no tanto para explicar cómo está el tiempo sino para ser ellos mismos una prueba viviente de cómo está. Este tipo de conexiones se están convirtiendo en un género en sí mismo que exige este tipo de referencias visuales, que por otra parte choca con la información que nos ofrecen, pues están allí donde la propia Protección Civil nos dice que no debemos estar, haciendo precisamente lo que las fuerzas del orden nos dicen que no debemos hacer. Tal vez estamos viviendo una ola de excesivo e innecesario realismo televisivo.
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