Leopardo no pierde las manchas

Mi amiga T fue madre muy joven, con 16 años, en una época en la que no era tan descabellado que tuvieras hijos en la adolescencia. Se casó y fue la típica ama de casa, de esas de urbanización de chalets con piscina comunitaria, y espardeñas blancas impolutas en verano.

Cuando la conocí (fuimos compañeras de trabajo) me confesó que la manera de saber si alguien es tremendamente infeliz es observando el nivel de blancura de sus espardeñas. Ella llevaba las suyas, las de su marido y las de su hija, de un blanco cegador. Era una desgraciada, y a los 24 años le dijo a su marido que quería el divorcio. “Eres tú la que quiere separarse. Divórciate, pero la niña se queda conmigo. Tú decides”, le dijo él. No cedió al chantaje y se divorció, dejándole la custodia al padre.

El caso de T es atípico. En muy raras ocasiones es la madre la que cede la custodia al padre y se conforma con ver a su hijo una tarde a la semana y un fin de semana de cada dos. O hay custodia compartida o es la madre la que se encarga de los hijos. Sé de más de uno y de dos que, pudiendo obtener sin problemas la compartida, deciden no hacerse cargo. El quid de la cuestión es este: hacerse cargo.

Anda al patio revuelto con la peli “Historia de un matrimonio”. Que si misógina, que si los protas son egocéntricos y ruines… Un paseo por el parque comparado con la realidad, os lo aseguro. Unos más y otros menos, pero en un divorcio TODOS nos convertimos en seres miserables y rencorosos, capaces de pelearnos hasta por la alfombrilla de la entrada. Si pudiéramos, nos gustaría borrar completamente al otro de nuestra memoria, como si no hubiéramos compartido tiempo juntos.

Decía ayer mi admirada Luz Sánchez-Mellado que “muchas madres separadas asumen automáticamente la custodia de sus hijos por una mezcla de amor y tradición confiando que el padre cumpla su parte. En la práctica, unos cumplen y otros no, pero que la madre lo hará se da por descontado como que el sol sale cada mañana”. Y tanto, nena, y tanto.

He visto (y también lo padezco, para mi desgracia, en primera persona) cómo las madres organizamos la vida en torno a las necesidades de nuestro hijo, poniéndole siempre en primer lugar, pero muchos padres tienen su vida y, además, un hijo, como si fuese un complemento más. Un complemento al que, si se tercia, sustituyen si no se adapta a sus nuevas circunstancias personales.

Los juzgados de familia están repletos de disputas en las que se porfía por unos importes u otros, velando, en teoría, por el mayor interés del menor. Pero hay algo que esas “pensiones” no pueden valorar, a lo que no hay modo de ponerle precio, y es a estar siempre ahí, los días buenos y los malos, cuando salen bien las cosas y cuando se tuercen. Cada catarro, cada notable, cada alegría, cada pena. Es consuelo cuando les parten el corazón al ver cómo les dejan de lado para construir otra familia. Es mucho más que “cumplir con su parte”, porque cumple con la suya y con la del otro. Es asumir la responsabilidad. Ojalá hiciera falta sacarse un permiso para poder ser padre, ahí sí que se iba a desplomar del todo el índice de natalidad.

Dice mi amiga E.S. (gran filósofa) que las mujeres no deberíamos plantearnos siquiera tener hijos si no vamos a poder hacernos cargo solas, porque al final los hijos siempre son para nosotras, que no os engañen.

Nota bene: si ese novio maravilloso que te has echado, divorciado y con hijos, no duda en cambiarse de ciudad y dejarlos atrás para irse a vivir contigo, huye, porque volverá a hacerlo. El leopardo no pierde las manchas.

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