Una vida en 10 minutos

En la cultura anglosajona está extendido que los gatos tienen nueve vidas, y no siete, como los nuestros. Eso solo puede deberse a dos cosas: los felinos españoles son menos resistentes a las caídas desde los tejados altos o la persona encargada de hacer la traducción del mito no había ido a un colegio bilingüe. En cualquier caso, se me ocurrió revisar aquella película de Rodrigo García de 2005 titulada exactamente Nueve vidas donde Glenn Close contaba esta anécdota aunque yo lo había olvidado. Junto a Dakota Fanning, Close es la protagonista de uno de los nueve cortos que componen la cinta, de entre los cuales solo quiero spoilear el segundo, titulado Diana e interpretado por los actores Robin Wright y Jason Isaacs.

La cartela de color azul con grecas donde se sobreimprime el nombre de la mujer en la ficción anuncia el comienzo de este segmento y que la peripecia, por tanto, girará en torno a ella. Lo segundo que apreciamos es un jersey celeste del mismo color exacto que sus ojos. Wright aún no había interpretado a la Claire Underwood de House of Cards y por eso permanecía más próxima a la princesa prometida que a la ambiciosa primera dama de Kevin Spacey. La pulcritud e inocencia de su vestuario y la sencillez de su maquillaje propician que si hubiera que elegir bando en algún momento de la trama nos decantemos por su equipo pase lo que pase. Camina por los pasillos del supermercado empujando un carrito, gira cuando llega hasta el final y echa un vistazo descuidado al estante refrigerado de las verduras. Justo cuando ha de encarar el siguiente callejón, la cámara hace un zoom delicado sobre ella para subrayar su reacción de perplejidad. Por la manera en la que se le comprimen los músculos de la cara estamos seguros de que ha visto un fantasma. Y así es: un hombre atractivo y moreno de mediana edad. Sus entradas nos hacen dudar si tiene treintaymuchos o cuarentaypocos. Lo que sí sabemos es que Damian ya ha jugado más de una partida. Ella está tentada de darse la vuelta, pero en cuanto entablan contacto visual, ya no hay marcha atrás. Sabes que llevan mucho sin verse y que no va a ser una conversación sobre el tiempo. Y a poco que tú también hayas jugado un par o tres de esas partidas, te reconoces ahí junto a las galletas de avena y junto a la mujer. No sabías con seguridad si el campo de batalla sería la salida de un cine, un trayecto en autobús o en la cola de un supermercado —como en el caso que nos ocupa—, pero igual que ellos, viviste el cierre en falso de una relación importante y te vas a tomar tu revancha en la pantalla.

Solo cuando la confrontación se hace inevitable el plano de Rodrigo García se abre y advertimos que Diana está embarazada. Si los 14 minutos que dura esta historia van como la seda —entendiéndose el beso como meta—, la situación tampoco será ideal nunca porque hay una criatura en camino que complica la ecuación. ¿Por qué nos pones tan difícil lo de las perdices, Rodrigo? La expareja habla, habla y habla. Con los ojos empañados y supertensa, Diana amenaza en todo momento con escapar. Lo apreciamos en un par de comentarios mordaces. Él quiere evitarlo y por eso despliega toda su amabilidad. Es un rompehielos natural y comienza con una anécdota mundana: el otro día se le estropeó el coche y lo remolcó un mecánico de Dubrovnik. Ella recuerda su viaje al Adriático. Tienen tanta historia a las espaldas que son leyenda. Dime un detalle, el que sea, y encontraremos cómo relacionarlo con una anécdota de nosotros dos. Nos sobran los momentos.

Las parejas que cortaron en circunstancias traumáticas no andan en busca de una segunda oportunidad, es solo que la primera quedó congelada. El compromiso de ella queda latente por el volumen de su barriga. Además se ha casado, nos informa; él juguetea con su anular y muestra que también pasó por el altar. “Pensé la semana pasada en ti”, explica Damian, haciéndole ver que “lo suyo” no quedó suspendido en una carta de ajuste, sino que es un organismo vivo con narrativa vigente independientemente de si esa planta la riega él solo. Le sugiere que vayan a tomar café y ella se agazapa en comentarios esquivos. En las relaciones sentimentales siempre hay uno que quiere más y otro al que se le rompe más el corazón. La seguridad de él, estoico a los regates, y el celeste vidrioso de Diana nos sugieren que ella se quebró en algún momento del pasado. Se despiden de manera incómoda.

—Veámonos algún día.
—Claro, dame un toque [sin convicción].
—¿Sigues teniendo el mismo número de siempre?.
—Cuidado [amenazante], él —el marido en off— sabe quién eres.

Su esgrima cuántica pivota sobre muchos campos. Hay segmentos de pregunta / respuesta en los que ya se han acostado de nuevo y están pergeñando coartadas para sus parejas actuales. Otros, en los que ella intenta ser fría como Alaska. Al final se separan de manera brusca y anticlimática. Diana comienza a vagar de nuevo tras su carrito como un personaje de Walking Dead pero con mejor cutis. Llevaba 10 años sin verlo. Mira las estanterías pero ya no atiende a los puerros. En su cabeza habitan ahora cosas más importantes que la menestra de esta noche. Cabe destacar que este supermercado parece bien provisto, pero no es mucho mayor que el salón de nuestras casas porque después de cinco segundos Damian vuelve a aparecer en plano. “[Arrebatado] Me acuerdo de ti todo el tiempo. No solo la semana pasada, sino TODO. EL. TIEMPO”. Ella responde que no puede esperar verla, decirle todas esas cosas que no le dijo en su momento y ponerle la vida patas arriba. Da la sensación de que si no tuvieran a ese par de extras esperándolos en casa se lo montarían en los ultramarinos.

“Hablemos de cualquier otra cosa, pero no de nosotros. Háblame de tu mujer”, dice ella a la desesperada intentando esparcir sin convicción el único bromuro con que cuenta. Él quiere acompañarla hasta que llene la cesta. Sabe que de esto ni siquiera saldrá una taza de café en condiciones pero se resiste a separarse. Se lo juega a todo o nada siendo el todo los 15 minutos que les separan de la caja registradora. Y si el resto de sus vidas será solo este trocito, ambos lo dan por bueno. Diana busca vino ahora, y Damian, en tanto que macho alfa, se siente legitimado para elegir por ella.

—¿Blanco o tinto?” —se interesa.
—Los dos.
—Que sepas que son buenísimos para el bebé. ¿Quieres también unos cigarrillos?

Ella no quiere decir que es un encargo. Por el amor de Dios, es la princesa prometida y sabes que no va a beber ni una sola copa en todo el embarazo. Es el ideal femenino que inventó la decencia, pero no explicará que es para su marido porque nombrarlo a estas alturas sería una agresión tácita. Pero se queja. Se queja de cómo están ahí juntos, plantados como si no hubieran pasado ni cinco minutos desde que se separaran hace una década. “Nos comportamos como una pareja de enamorados, Damian, y no puede ser. No me lo puedo permitir”. Ni siquiera es una pareja de enamorados que esté sacando la artillería del ingenio de las primeras copas de las primeras citas. Son una pareja de enamorados de esos que han visto cómo el otro se lavaba los dientes y se pasaba el hilo dental y aún así se saben perfectos para el otro.

Son el tipo de pareja enamorada que dice: “¿Has probado este vino. Me apetece mucho. ¿Abrimos una botella esta noche?”. Y la abren y no piensan en nadie más mientras comen esas ensaladas que los americanos remueven en cuencos de madera gigantes con pinzas de madera gigantes. Ese tipo de pareja es del que hablo. “Y yo tengo marido y tú tienes esposa. Y no podemos hacer esto. No puedes aparecer diciendo que piensas todo el tiempo en mí y esperar que me quede como si nada, porque no es justo, porque es mezquino, no puedes poner todo patas arriba de nuevo con lo que me costó reponerme la última vez. Eres un agujero negro en el que siempre acabo entrando como Alicia en la madriguera”. Y es aquí cuando el supuesto villano de los dos da con la clave del asunto: que estas chispas saltando no son un capricho, sino una verdad irrenunciable y furiosa. “Claro que tú quieres a tu marido y yo quiero a mi esposa, pero esto es algo totalmente distinto porque nosotros somos distintos. Es amor, ¿te crees que pasa todos los días?”, le decía el modesto Wesley a la misma actriz en la película que la catapultó a la fama 20 años antes. Y hoy se lo repite este galán de supermercado.

Es posible que usted, lector(a), haya tardado más en leer esta digresión que lo que habría llevado ver el corto, del que no quiero desvelar el final porque además de contener esta poesía vocacionalmente mal parafraseada contiene un apunte de thriller antes de fundirse en negro. Todo lo anterior sin embargo es la introducción necesaria a la verdadera chicha del asunto. El mcguffin con interfaz de dramedia romántica gótica de la que es muy fácil salir magullado.

Cuando volví a ver Nueve vidas la semana pasada recordé el día que conocí a Rodrigo García, hijo, por si no lo sabían, del escritor colombiano Gabriel García Márquez. Fue en febrero de 2010 en Berlín a 10 grados bajo cero. Él acababa de presentar Revolución, también una compilación de cortos firmados entre otros por Carlos Reygadas, Amat Escalante, Diego Luna o Gael García Bernal. Cada uno había brindado su particular homenaje a la revolución de Pancho Villa de la que se cumplía justamente un siglo y acudieron juntos a defender sus segmentos a la rueda de prensa habitual. A pesar de estar en la capital de Alemania y de que el lenguaje moneda de cambio de aquellos encuentros era el inglés, por ser yo español y mi interlocutor dominarlo, hice mi pregunta en el idioma que nos unía a Rodrigo García y a mí. Fue algo referido a por qué había elegido una estética de videoclip para su propuesta —muda, alegórica y apenas aliñada con un tema musical—. Él, que entendió mis palabras, pero quizá no su fondo, pronunció un discurso defensivo de que para nada lo consideraba un videoclip, como si hubiera cine de primera y cine de segunda y yo hubiera menospreciado sus fundamentos, así que me sentí un poco compungido, pero la cosa quedó ahí.

Por suerte, al final del día pude volver a verlo y redimirme. La embajada de México en Berlín había organizado un cóctel de esos en los que a veces coinciden prensa y protagonistas. El encuentro era informal, así que andábamos todos de pie saltando de un grupo a otro. Cuando García entró en mi campo de visión me acerqué a disculparme y maticé mi pregunta.

—Sí, sí, lo he entendido. Quizá he respondido un poco serio, pero sé lo que querías decir.
—En cualquier caso me gustaría felicitarte también por Nueve vidas (por aquel entonces era relativamente reciente). El segmento de Robin Wright me dejó sin aliento.
—Ya —dijo con pesar y un poco contrariado—. Me lo recuerda todo el mundo. Es como si no hubiera dirigido nada aparte de esos 10 minutos.
—Hay gente a la que ni siquiera los recuerdan por 10 minutos —intenté consolarlo.

Ha pasado mucho tiempo de aquel encuentro. Tanto como llevaban sin verse Diana y Damian. Desde entonces me he lamentado a menudo por ser condescendiente —nunca demagogo— con aquella respuesta que le di a García.

No comprendí a tiempo real que los zapatos de su padre eran y son imposibles de llenar. Quizá Gabo escribió la novela más apabullante de todo el siglo XX y una de las más de todos los tiempos. En ella se detectaban, diseccionaban y ampliaban todas las emociones humanas. Pero en el corto de Rodrigo se explicaba la más importante de todas. Y en tan solo 10 minutos. Vaya genio.

Nuestros periodistas recomiendan de manera independiente productos y servicios que puedes comprar o adquirir en Internet. Cada vez que compras a través de algunos enlaces añadidos en nuestros textos, Condenet Iberica S.L. puede recibir una comisión. Lee aquí nuestra política de afiliación.

Fuente: Leer Artículo Completo