Jesús Terres escribió una vez que prefería vivir con poco: “Tu vida no son tus discos, tus libros ni aquellas sábanas cuyo olor significaba para ti el hogar. Con las mudanzas uno aprende a mirar las cajas de otra manera. Trozos de madera con objetos dentro. Vivir es otra cosa”. Estas líneas certeras me parecen ideales pero estoy lejos de seguirlas. Sí que sigo la máxima de Enric González con respecto a su bien nutrida biblioteca: “Si entra uno, sale uno”, una purga salvífica. También disfruto regalando libros que ya leí y otros que intuyo buenos pero nunca leeré. Y qué placer cuando reviso la caja de los medicamentos y puedo tirar unos cuantos caducados porque no he necesitado utilizarlos.
Mi última limpieza general terminó con los muebles del salón bastante bien fiscalizados. La peor parte se la llevó una caja de cartón en cuya etiqueta exterior puede leerse “cables” y en la que había desde adaptadores de enchufes de todos los asiáticos hasta auriculares de la Renfe de 2004. Lo que abundaba sobre todo eran cargadores de móviles que ya no existían, adaptadores USB y cables de ethernet —¿alguien ha usado uno alguna vez?—. De estos últimos me quedé el más largo y todos los demás los tiré, por lo que pude recortar el contenido de aquel cajón a menos de la mitad. Dudé también qué hacer con ese teléfono de sobremesa inalámbrico pero no muy bueno que no sé de quién heredé y acabé optando por conectarlo en mi dormitorio. No he tenido fijo en casa en los últimos 10 años, pero el mero hecho de encajar cable y roseta me parecía un acto de equilibrio cósmico, así que lo enchufé a la corriente y a la línea, guardé mi caja de cachivaches mucho más liviana y me senté en el sofá a ver la tele.
A la media hora oí una melodía inédita. Las paredes de mi casa son delgadas, pero no tanto como para que el sonido las atravesara con tanta impunidad, y desde luego mi móvil no era porque suena igual que todos vuestros iPhones, con el sonido predeterminado. Era un ring-ring poco familiar que obviamente provenía del aparato recién instalado. Solo 30 minutos de vida y ya ganándose el pan. La primera que me vino a la cabeza fue mi madre queriendo estrenarlo, una idea tonta que descarté antes de enfilar el pasillo porque nadie conocía ese número, ni siquiera yo. Pensé también en Los buenos samaritanos, la novela de Will Carver en la que el insomne protagonista llama aleatoriamente a todos los nombres de la guía esperando que alguien le dé palique al otro lado. Pero sobre todo en aquella escena de Carretera perdida (David Lynch, 1997) que siempre me genera pesadillas: Bill Pullman está bebiendo whisky y fumando en una fiesta hasta que se le acerca un inquietante hombrecillo sin cejas que le increpa:
-Nos conocemos, ¿verdad?
-Yo diría que no. ¿Dónde cree usted que nos conocimos?
-En tu casa, ¿no te acuerdas?
-No, no lo recuerdo. ¿Está seguro?
-Por supuesto. Es más, de hecho ahora mismo estoy allí.
-¿Qué quiere decir? ¿Dónde está ahora?
-En tu casa.
-Eso es una gilipollez.
-Llámame —le tiende un teléfono móvil primitivo—. Marca tu número —y Pullman hace caso—.
-Ya te dije que estaba aquí —contesta la voz de quien tiene enfrente, ahora en la distancia—.
-¿Cómo lo ha hecho? —pregunta desafiante al cuerpo presente—.
-Pregúntamelo.
-Hablando al micrófono del teléfono ¿Cómo ha entrado en mi casa?
-Tú me invitaste, no tengo por costumbre ir allí donde no me llaman.
-¿Quién es usted?
Es entonces que el hombrecillo presente y el hombrecillo distante se carcajean al unísono, y al acabar la risa maléfica el hombre del otro lado de la línea dice “Devuélveme mi teléfono”. “Ha sido un placer hablar contigo”, resume al recibirlo.
Obviamente la respuesta era más prosaica. Querían ofrecerme una portabilidad de línea con mejores condiciones, o al menos eso prometían. A esas alturas, y con Lynch fresquísimo, creía que se me había metido gente en casa y no estaba en disposición de regatear cinco euros al mes. Sencillamente no estaba de humor, así que dije algo cortés y me despedí del comercial dudando si recibiría una llamada cada media hora durante el resto de mis días. Sobre todo me inquietaban todas esas acometidas tipo “Hundir la flota” que no habrían llegado a cristalizar porque la combinación de números de mi casa había estado desconectada hasta hacía un rato. 91 111 11 11, 91 111 11 12, 91 111 11 13… y cuando llegaban al mío, agua… hasta hoy.
Hay gente que dice que jamás le coge el teléfono a los desconocidos y me parecen temerarios porque a mí esos números son los que más me interesan. Puede ser la llamada de un hospital o de la policía avisándome de que algo malo ha sucedido le ha pasado a un familiar. Si ando en una reunión importante son las únicas que cojo y me causan entre envidia y rabia quienes las obvian. Bienaventurados ellos, que viven sin hipocondría. Me tranquiliza saber que mi nuevo teléfono no lo tiene absolutamente nadie, y mucho menos los servicios de emergencias. Por tanto, hasta que lo use yo de manera activa por primera vez, y puede que esto nunca suceda, todas las veces que suene será al azar.
Desde entonces no me llaman cada media hora pero sí una vez a la semana, y sé quién es siempre: una compañía telefónica de nombre muy moderno con una oferta imbatible que compartirme. Por principios decidí no hacerles caso nunca porque sé que los que vengan después serán capaces de cobrarme siempre un poquito menos, hasta que después de 100 cambios me rebajen apenas unos céntimos al año. No soy millonario ni me siento mejor que nadie, pero en algún momento hay que establecer el límite de la dignidad y mi línea roja ha llegado muy pronto.
Escuché decir al cómico Luis Álvaro que a veces, si se siente misántropo, marca a dos compañías telefónicos desde el fijo y el móvil e intenta que se convenzan de aceptar la oferta del otro. Es un chiste divertido pero algo forzado porque no hace falta llegar a ese punto. Hasta un reloj estropeado da la hora dos veces al día, así que yo jugaré a eso cuando dos de ellas me llamen al móvil y al fijo al mismo tiempo. Y espero que no se confabulen contra mí y acaben cerrándome las dos líneas porque me encanta hablar por teléfono.
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