La Policía Nacional y la Guardia Civil insisten desde hace días: no es posible relacionar los asesinatos de mujeres que tanto están alarmando a las mujeres de la Comunidad Valenciana y más allá en las redes sociales. En otras palabras: no se puede hablar de momento de un asesino en serie de mujeres. La lógica preocupación de quien vive en las cercanías de esos crímenes de convierte en algo mucho más expansivo en el terreno digital, donde el miedo se contagia como la gripe y se torna casi pánico. Merece la pena pararse a pensar qué ocurre cuando este tipo de crímenes llegan a las redes para suscitar tanto terror. ¿Nos conviene a las mujeres vivir bajo este tipo de amenaza?
Las noticias, eso sí, son ciertas. En el corto espacio de cinco meses, cuatro mujeres han aparecido asesinadas en un radio de 250 kilómetros con señales de estrangulamiento en su cuerpo. Aunque hasta la fecha no se han registrado detenciones ni hay móviles claros que expliquen el asesinato de las cuatro mujeres, todos los casos se investigan por separado al no haberse encontrado conexiones entre sí. Dos de ellas, Alicia, una funcionaria de Justicia de 45 años, y Andrea, una mujer colombiana de 41, fueron halladas muertas en las localidades de Elche y Burriana. Olga, de nacionalidad española y 43 años, y Florina, de diecinueve y natural de Rumanía, fueron arrojadas en sendas acequias de la provincia de Valencia. En éste último caso las pesquisas apuntan a que era víctima de una red de proxenetas.
La disparidad en el perfil de las víctimas es lo que justifica la tesis de cuatro asesinatos desconectados. Alicia Valera (45 años) acababa de obtener una plaza de funcionaria en la Ciudad de la Justicia de Elche y vivía con su madre. Florina Gogos, la más joven, era una mujer en situación de prostitución. Olga Pardo había trabajado en un restaurante y un hotel, limpiaba casas y era drogodependiente. Johana Andrea Aguilar, de 42 años y nacionalidad colombiana, residía en España desde hace 20 años, tenía pareja estable y había vivido varios años en la localidad de Alquerías del Niño Perdido. Trabajaba en un almacén de naranjas.
Por mucho que los grupos de WhatsApp hiervan con el bulo de un asesino en serie en Valencia, la tesis no se sostiene. Eso sí: algunos criminólogos sí creen que los asesinos de las dos últimas víctimas podrían haber imitado el método para matar utilizado en los anteriores casos.
Estamos, sin duda, ante un bulo. Una noticia falsa orquestada no sabemos con qué concreta finalidad. Un dato: entre el 16 de febrero y el 18 de diciembre de 2020, nueve mujeres fueron asesinadas en la Comunidad Valenciana, la mayoría, en crímenes cometidos por sus parejas o exparejas. Cuatro de ellos fueron perpetrados en el lapso de un mes: entre el 16 de febrero y el 19 de marzo. Sin embargo, las redes sociales no ardieron ni hubo alerta viral ante el peligro. Lo que sí podemos constatar, una vez más, es la increíble frecuencia con la que las mujeres son protagonistas de este tipo de sucesos en los medios de comunicación y las redes sociales. No sucede lo mismo con los hombres, aunque ellos también son asesinados en circunstancias susceptibles de elucubraciones varias. ¿Por qué no sospechamos de sus fallecimientos?
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Un buen lugar para buscar respuestas es el libro ‘Microfísica sexista del poder’ (Ed. Virus, 2018), de la politóloga Nerea Barjola. Su investigación alrededor del crimen de Alcàsser, el asesinato de las niñas Miriam, Toñi y Desirée en noviembre de 1992, persigue la hipótesis de que la repetición machacona, la alarma y la atención mediática hacia estos crímenes tiene un objetivo final concretísimo: disciplinar a las mujeres en el miedo, de la misma manera que Jack el Destripador en el Londres de finales de siglo XIX sirvió para marcar los límites a las mujeres en un momento de transgresión. «Alcàsser no deja de suceder», afirma Barjola. «Hay un llamamiento a que ‘las calles no son vuestras’, el espacio público se concibe como peligroso y el lugar seguro va a ser la casa bajo la protección y la autoridad del padre», ha explicado en distintas entrevistas.
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En el libro de Nerea Barjola vemos cómo cada generación de jóvenes tiene su crimen espeluznante y disuasorio, repetido una y mil veces en los medios de comunicación. El miedo que suscita la violencia de los desconocidos en la calle es el recordatorio constante del peligro de caminar solas y los lugares por donde no debemos pasar, sobre todo a según qué horas. «La narrativa creada en torno a la desaparición forzada de las tres chicas de Alcàsser hablaba de límites que no deben ser cruzados y espacios que no deben ser ocupados —salir de noche, viajar sola, hacer autostop…— para convertir el relato sobre el peligro sexual en un aviso y un castigo aleccionador», ha explicado recientemente Barjola.
No solo los medios de comunicación reproducen los asesinatos de mujeres compulsivamente. El cine o la novela policíaca también recurre a este tipo de crímenes para abundar en este tipo de terror selectivo. De hecho, la violencia contra el cuerpo de las mujeres se ha representadode forma agradable, sensual, mórbida en novelas, películas y series. La más reciente ruptura con esta clave esteticista de los asesinatos de mujeres es ‘La desaparición’ (Ed. Sexto Piso), de Julia Phillips, donde el misterio de la desaparición de Aliona y Sofia, de once y ocho años, en la gélida y remota región de Kamchatka repercute no solo en ellas y sus familias, sino en todas las mujeres de la comunidad. Fue considerado uno de los cinco mejores libros del año por The New York Times.
«El tópico de la niña muerta o desparecida es moneda de uso corriente en las novelas de suspense», escribió en la revista ‘New Yorker’ Laura Miller. «En ellas, la niña es poco menos que un pretexto para que el detective se enfrente o se redima de su propia pulsión violenta. En los últimos tiempos, algunas novelistas han sabido desmontar con ingenio esa convención, tanto dentro del propio género (Gillian Flynn, en ‘Perdida’) como fuera de él, como Julia Phillips en esta novela estimulante y difícil de clasificar».
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