La fiebre Lady Di, gracias a la cuarta temporada de The Crown (y eso que tampoco hemos empatizado tanto con el personaje de la princesa Diana), ha vuelto a demostrar que ‘la reina de corazones’ sigue siendo un icono muy vigente.
En una actualidad más rosa, el culebrón entre Kiko Rivera y su madre, Isabel Pantoja, ha reavivado nuestro interés por tirar de archivo y recordar aquellos años 80 en los que la tonadillera se convirtió en la viuda de España.
Y este verano la información de sociedad nos daba otra sorpresa: Enrique Ponce se separaba de Paloma Cuevas para empezar una relación con una mujer mucho más joven, Ana Soria. ¿Qué nos pasa con las mujeres (que creemos) vulnerables? ¿Por qué nos fascinan tanto?
Tres mujeres a las que nunca nos hubiéramos imaginado juntas en una misma habitación comparten una narrativa ‘vieja como el sol’, que diría la canción ‘Bella y Bestia son’. Un referente muy apropiado, porque todas han encarnado en mayor o menor grado el cuento de hadas con filtro Disney.
Han vivido el amor romántico en toda su plenitud -en el caso de Lady Di, con príncipe incluido; en el caso de Pantoja y de Cuevas, una versión mucho más cañí: el aguerrido matador– y el amor romántico las ha victimizado.
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Un relato con el que todos hemos aprendido a empatizar, con el que no nos provoca extrañeza colocar a la mujer en el centro. Su sufrimiento las engrandece, fortalece su feminidad.
Eso sí, hay que ‘sufrir bien’. Lady Di era la chica joven, guapa, ingenua que había vivido un matrimonio a tres y lo había pagado con su salud mental y física. Isabel Pantoja, en aquel momento, era la tonadillera virginal que se casaba con el torero más guapo de España para después convertirse en una viuda casi lorquiana.
Paloma Cuevas ha sido siempre la esposa y madre perfecta -cuántas veces se ha alabado públicamente su discreción y su elegancia como sus máximos logros vitales-, y ahora, en el discurso que la opinión pública ha creado, es la mujer ultrajada, reemplazada por alguien más joven y más rubia.
Durante el juicio a La Manada, uno de los detalles más sangrantes del proceso fue el intento de la defensa por argumentar que la chica agredida mentía porque tenía una vida más o menos normal -salía con sus amigos, se divertía-, en vez de encerrarse y representar el dolor como la sociedad machista pensaba que debía hacerlo.
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Nos gustan las mujeres frágiles, sí, pero ante todo buenas víctimas. Para convertirse en ídolos, Lady Di, Isabel Pantoja o Paloma Cuevas tenían que encajar en el patrón: mujeres, como suele decirse, sin pasado, de imagen pura, que sufren y que aguantan sin flaquear.
Esta idea de la dama sufriente que proyectamos sobre seres humanos (que no conocemos ni nos interesa conocer) las encumbra, pero también las atrapa. Únicamente queremos verlas como hemos imaginado, nuestra empatía con ellas es tremenda, las adoramos. Pero esa empatía es tan exagerada como interesada; desaparece -y se torna con facilidad en linchamiento- cuando nuestros personajes se salen del guion y quieren ser personas.
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