Cada domingo, Diane Keaton, de 74 años, visita a su hermano Randy Hall, de 71, en su residencia de Los Ángeles. Randy, que padece demencia y párkinson, lleva allí cinco años. “Ya no puede hablar –cuenta la actriz–. Pero le ponemos en una silla de ruedas, le llevamos a la tienda de yogur helado y lo pasamos bien. Diría que le gusta estar al aire libre. Está más presente. Es mi ritual semanal, como ir a la iglesia”. Es un ritual de amor, pero también de expiación, un intento de calmar la culpa por las décadas en las que evitó a su hermano, “que vivía al otro lado de la normalidad”, dice.
La actriz pasó los 70 y los 80 en Nueva York, protagonizando películas como El padrino y Rojos. Por entonces, la única pista que tuvo el mundo de la existencia de Randy está en Annie Hall, la película que Keaton rodó con Woody Allen, su pareja entonces, basada en su romance. En una escena, Annie lleva a su novio Alvy (Allen) a visitar a su familia. El hermano de ella (Christopher Walken) le dice: “A veces, cuando conduzco de noche, veo dos faros que se dirigen hacia mí muy rápido. Y tengo un impulso súbito de girar el volante muy rápido y estrellarme contra el coche que se acerca”. Después, vemos a Duane conduciendo con un aterrorizado Alvy por una carretera oscura, en una de las escenas más divertidas de la historia del cine. Pero la vida del Duane “real” no era tan divertida.
Annie Hall le valió a Diane Keaton un Oscar a la mejor actriz y convertirse en la excéntrica preferida de América. Mientras, el verdadero excéntrico de la familia vivía en la miseria, asaltado por violentas fantasías, bebiendo hasta sufrir un fallo hepático, rodeado de collages de partes del cuerpo femenino recortadas de revistas. “Ojalá hubiera sido una mejor hermana para él –dice la actriz–. Pero yo era una joven ambiciosa. Esa es la historia de mi vida. Siempre estaba en un proyecto o en otro. Ese es el tipo de hermana que era. Tenía un montón de sueños. Randy nunca estuvo en este mundo en realidad”.
Quería saber en qué había fallado como hermana. Yo era una imbécil. No era ruin, pero estaba muy ocupada conmigo misma”.
Diane acaba de escribir unas hermosas memorias, Hermano y hermana (Ediciones Camelot), que ha estado en la lista de los más vendidos del New York Times. Es un libro honesto, no solo sobre Randy sino también sobre los padres de ambos; y un grito de autoflagelación por lo que la actriz percibe como su egocentrismo. “Quería saber en qué había fallado como hermana. Era una imbécil; no era ruin, pero estaba muy ocupada conmigo misma”, dice. En su libro, intenta jugar la carta de la modestia, consumida por cómo se llevó la mayor cuota de suerte de la familia. “Pienso mucho en eso. No es justo. Mis hermanas son maravillosas y me apoyan, pero no creo que fuera fácil para ellas”, reconoce.
Su hermano rehuyó la atención toda su vida y ahora Diane quiere que reciba la que merece. “Nunca supe qué y cómo sentía él”, dice. Para entenderlo, exploró cientos de cartas de su madre, 32 diarios, 15 cuadernos, 20 álbumes de fotos y dos libros de poesía que publicó Randy, 500 collages, 54 cuadernos de notas y 75 diarios. “No hay respuestas sobre por qué somos como somos”, es su conclusión. Ambos tuvieron la misma niñez, aparentemente idílica. Los cuatro hijos del ingeniero civil Jack Hall y de su esposa Dorothy disfrutaron de una educación de clase media de los años 50, al sur de California. Durante tres años, compartieron habitación: Keaton dormía en la litera de arriba; Randy –“una carga, un niño miedica y llorón”– abajo. Luego dejaron de compartir habitación y la conexión se debilitó.
He sido soltera toda mi vida. Pero tengo a mi hermano. Él cambió la manera de sentir lo que significa estar cerca de un hombre”.
Si hay alguna clave sobre por qué los dos hermanos salieron tan distintos, está en su padre. Jack Hall era ambicioso, le exasperaba la falta de ética del trabajo de su hijo y su rechazo a las metas “masculinas”. “No tengo un recuerdo agradable de él –escribe Randy–. Me daba miedo. Recuerdo cuando nos azotó a todos y tuvimos que bajarnos los pantalones… Era sádico”. Keaton no dirá nada malo de su padre, que vivió atormentado por el bienestar de su hijo. Pero reconoce que era más fácil para ella por ser niña. “Randy nunca pudo estar a la altura de las expectativas de mi padre”, dice. Los niños recibían mucho amor de su madre. (“Mami era fantástica”) y, cuando la actriz se mudó a Nueva York para estudiar arte dramático, el único varón se convirtió en objeto de su adoración obsesiva. Dorothy quería a protegerle del mundo. “Creía que era un genio, una palabra que era un escudo contra las expectativas ordinarias de gente como mi padre. Mi madre estaba enamorada de Randy”. Eso provocó desencuentros entre los Hall. “Es lo que más complicó su matrimonio”, reconoce. De hecho, la devoción de Dorothy afectó a todos sus hijos, al menos desde el punto de vista romántico. “Solo uno de nosotros cuatro está casado y creo que es porque éramos solitarios influidos por mi madre; eso nos hacía distantes de los demás”, reflexiona la actriz. Puede que nunca se haya casado, aunque en ciertas épocas fue tan famosa por sus novios como por sus películas: Al Pacino, Warren Beatty y, sobre todo, Allen, al que se niega a criticar sobre su presunto abuso a su hija. “Es mi amigo y sigo creyendo en él”, ha escrito.
Randy se fue deteriorando. Su matrimonio fracasó. Su esposa aseguraba que “fantaseaba con matar mujeres”. Trabajó para su padre y lo dejó. Pasaba los días bebiendo. “Si no hubiera sido por los generosos aunque enfermizos esfuerzos de mi madre, habría acabado en la calle”, escribe la actriz. Mientras, ella vivía en Nueva York, luchaba contra la bulimia y no preguntaba por el estado mental de su hermano. En 1981, él le envió una carta sobre sus fantasías (que, recalca, nunca llevó a efecto). “Me imagino que entro en una habitación en la que duerme una mujer y la apuñalo hasta matarla”. Ella no se lo contó a nadie; sentía que su hermano solo plasmaba esas visiones en sus inquietantes collages. “Después de todo –escribe Diane–, yo era alguien que hacía realidad todo tipo de ensoñacioness en la magia segura de las películas”.
En 1990, la actriz se mudó a Los Ángeles y empezó a verle más. Convenció a los médicos para que le hicieran un trasplante de hígado (una fuerte donación ayudó). Unos meses después, ignorando las súplicas de sus hermanas, Randy había vuelto a beber.
“No es fácil ayudar a una persona compleja, única, llena de miedos –suspira Keaton–. No quiere dejar entrar a la gente”. En 2011, a Randy le diagnosticaron demencia. Sus hermanas le instalaron en una residencia, donde se convirtió en el preferido de las enfermeras. Se abrió a su familia, y también Diane, quizá atemperado por la edad. “Fueron días maravillosos. Era encantador. Cogíamos una piedra y caminábamos con ella, nos sentábamos frente un edificio durante una hora”. La actriz se reprocha todos los momentos así que se había perdido. “Era como decir, ¡detente y mira! La vida es asombrosa; disfruta de lo que te rodea. Randy me transmitió eso y le estoy muy agradecida. No se qué decir salvo que lo siento. Me habría gustado darle más amor y atención, y mucho antes”, asegura.
En el libro Hermano y hermana, Keaton describe sus días de habitación compartida con Randy como “mi relación más íntima con un hombre”. “Es así –confirma ahora–. Tengo un carácter extraño. He sido soltera toda mi vida. Pero tenía a mi hermano y eso era especial; y resulta que él ha cambiado cómo me siento acerca de lo que significa estar ahí para un hombre”. ¿Sabe él algo del libro? Diane parece sorprendida. “¡No! No sé si lo entendería. Pero se lo voy a decir. Hay un libro en el mundo sobre Randy y voy a llevárselo”.
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