El Valle de los Caídos fue el escenario de jornadas incómodas para Francisco Franco. En una época en la que su liderazgo no se cuestionaba, muchos menos en su presencia, allí se le silbó, se le dio la espalda e incluso se le grito traidor. ¿Quiénes se atrevieron a semejante ofensa? Algunos falangistas españoles que desaprobaban el camino por el que el dictador conducía a España.
Un viejo proverbio popular comparaba a la Falange de los tiempos de Franco con los famosos almacenes SEPU. En los mentideros madrileños se decía que, igual que sucedía con la Falange, a los grandes almacenes se entraba por José Antonio, nombre que entonces tenía la Gran Vía, y se salía por Desengaño, pequeña callejuela del Madrid castizo a donde daba la trasera del establecimiento comercial. Breve y mordaz, el chascarrillo condensaba en pocas palabras la que fue la trayectoria vital de muchos jóvenes aparentemente afectos al Régimen pero emocionalmente alejados de su obra.
En efecto, en aquella España de gritos ahogados y disidencias soterradas no solo había miles de comunistas, socialistas o republicanos embozados. También existían algunos especímenes de lo que se ha dado en llamar falangismo antifranquista, puro o auténtico. Muchachos enamorados del aroma contestatario que supuraban los textos fundacionales de Falange. Quijotes entusiastas de la revolución pendiente. Militantes que pasaron del flechazo al desamor: de la fe en las prédicas de José Antonio al desencanto con un Régimen que, según creían, se había convertido en el principal escollo a la realización del sueño falangista. Su diagnóstico era claro. Aunque por fuera el Estado pareciera azul, no era más que una ilusión óptica. Un señuelo estético. Los falangistas eran en verdad el acompañamiento coreográfico de una propuesta conservadora y, por ese motivo, muchos de los que se sumaban ardorosos a sus filas terminaban abandonándolas sumidos en el desaliento.
Algunos de esos jóvenes airados protagonizaron un puñado de aparatosos alborotos antes de salir por Desengaño. Nada digno de ser vestido con oropeles. Nada acreedor del nombre de una verdadera oposición. Pero sí episodios que por sus razones o por su distancia hoy chirrían en nuestros oídos. Aprovechando el revuelo generado por la exhumación del dictador, merece la pena recordar algunas de esas estampas de boicot falangista a la figura de Francisco Franco. Seguramente pocas resuenen con tanta fuerza en nuestro presente como aquella ocasión en que un joven nacionalsindicalista insultó al dictador, a voz en grito y a la vista de todos, durante la ceremonia ritual en recuerdo de José Antonio Primo de Rivera que tenía lugar en el Valle de los Caídos.
Aquello sucedió en noviembre de 1960 y, para desgracia del Caudillo, no era la primera vez que ocurría. Hacía ya unos años que los actos fúnebres por el profeta falangista se habían convertido, cadáver de José Antonio de por medio, en el contexto propicio para que algunos falangistas del montón expresaran su malestar. Aunque solo fuera un día al año, y aunque solo fueran muestras aisladas, lo cierto es que los falangistas más radicales tenían marcada la fecha en sus calendarios. Las primeras veces fue en el Monasterio de El Escorial, donde Franco había mandado enterrar al fundador de Falange tiempo atrás. En 1955, por ejemplo, las milicias falangistas de la capital se conchabaron para recibir al Caudillo con un silencio helador. Al paso del Generalísimo una voz atronadora escupió un verso suelto de una vieja canción falangista: «¡No queremos reyes idiotas!». El acto de indisciplina no quedó impune. Franco se cobró la cabeza del delegado nacional del Frente de Juventudes, que fue cesado fulminantemente.
Dos años después la afrenta fue mucho mayor. Tras el funeral de rigor en memoria de José Antonio, el dictador pasaba revista a las tropas. Al llegar a la altura de la centuria XVI de Montañeros de la Guardia de Franco, un cuerpo conocido por la rocosa conciencia política de sus integrantes, los componentes de la unidad se dieron la vuelta y alzaron el brazo dando la espalda al dictador. Aquella noche la policía amenazó con destierro y trabajos forzados a Manuel Cepeda, falangista histórico al mando de la centuria.
Ambos desplantes prepararon el terreno para protestas cada vez más frontales. En 1959 el cuerpo de José Antonio fue exhumado del Monasterio de El Escorial y trasladado al Valle de los Caídos. En noviembre, con motivo de la ceremonia, se escucharon en la Basílica silbidos y abucheos contra Carrero Blanco, ministro de la Presidencia. El clímax, no obstante, llegaría un año después. En el momento de la misa, con las luces apagadas y cuando reinaba en el recinto sagrado el más completo silencio, el falangista de 22 años Román Alonso Urdiales gritó en presencia de todas las autoridades, y de manera perfectamente audible: «¡Franco, eres un traidor!».
Aquella sonora acusación, lanzada a solo unos metros del propio Franco, daba voz a numerosos falangistas que pensaban que el Régimen pervertía la memoria de José Antonio. De poco servía honrar simbólicamente su figura si luego se guardaban bajo siete llaves sus promesas de redención social. Con los muertos no se juega, parecía advertir el falangista. Con el honor de los vivos tampoco, pareció contestar el Generalísimo. Alonso Urdiales fue sometido a un consejo de guerra en el que se reafirmó en sus reproches. A pesar de los intentos de su abogado por salvar el pellejo de su cliente, el joven falangista, borracho de idealismo, reconoció orgulloso que su grito iba dirigido contra Franco y los políticos «aburguesados» y «pancistas». Fue condenado a 12 años de prisión, de los que cumplió cinco en diferentes cárceles madrileñas y formó parte de batallones disciplinarios en África. Su pena no terminó allí, pues una vez en libertad fue estigmatizado y se le impidió desarrollar su oficio de maestro. Llamar a Franco traidor en el templo de la cultura franquista no era un asunto trivial.
Hoy que el cuerpo del dictador se ha convertido en terreno de batalla de diferentes fuerzas políticas, resulta sugerente volver la mirada sobre aquellas ocasiones en que a Franco le crecieron los enanos en sus propias filas. No fueron muchos los falangistas que discutieron su autoridad o pusieron en entredicho su legitimidad. Sin embargo, cuando sucedió fue siempre con un telón de fondo que estos días nos resulta íntimamente familiar: la fidelidad a los muertos, el respeto a su descanso, los deseos de los vivos, la memoria de un colectivo y el Valle de los Caídos. Guiños y pliegues de ese país extraño al que llamamos historia.
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