Bailad, bailad

Eduardo se hizo bailarín porque, siendo pequeño, lo apuntaron a judo y en el aula contigua daban clases de danza. Eduardo se escapaba antes de que comenzara el entrenamiento y se colaba con su kimono en la lección de danza. Aunque no podía bailar, con aquella ropa puesta y sin ser alumno, la profesora le dejaba quedarse mirando sentado en un banquito de madera. Dos meses después logró que su madre lo borrara de judo y lo apuntara a danza. La mujer pensó que se cansaría en unos días. Eduardo lleva casi 30 años ya bailando. En el colegio le insultaban y se reían de él y él se lo tragaba y aguantaba. Hasta que llegó al conservatorio y descubrió que había otros chicos como él que también bailaban. Cada vez que lo hacía, a pesar de todo, le escucho contar, se sentía libre.

El baile, dicen los bailarines, es la menos libre de las artes. Uno es solo un peón. No hay capacidad de creación ni de expresión porque hay que hacer solo lo que dice el coreógrafo, como lo dice el coreógrafo y cuando lo dice el coreógrafo. Pero en ese constreñimiento, en esa libertad condicional, en esa tiranía de la escena, Eduardo no ha dejado de sentirse libre sobre el escenario ni a diario en cada ensayo. Recuerdo al escucharlo una cena en Los Ángeles con Maria Carradine, la nieta de David Carradine. Su abuelo, me lo describió, era un hombre casi del Renacimiento que actuaba, pintaba, cantaba, componía y cocinaba. “Algo haría mal, ¿no?”, le pregunté mientras ella devoraba una ensalada con más bacon que lechuga. “Bueno… Mucho tiempo sobrio no estaba”, me respondió.

Maria me contó también que su abuelo le dio el mejor consejo que se le puede dar a un hijo o a un nieto: “Busca algo que ames y que harías gratis y haz una carrera de ello”. Pienso en la frase y en Eduardo. Cobra mal, le duelen las rodillas y cada vez que pasa frente a la estantería de los donuts en el supermercado debe taparse los ojos. Pero sigue sintiéndose libre cuando baila. Y, aunque sabe que pronto no podrá hacerlo más profesionalmente, no quiere dejar de bailar. Lo que nos hace libres nunca parece lo que nos hace libres. Pienso después en todas esas veces que nos dicen que hay que reinventarse o rehacerse. Como si fuera fácil. Como si fuera posible. Como si uno pudiera renunciar a lo que nos hace libres o a quien nos hace felices. Como si eso no hubiera existido o existiese.

David López Canales es periodista freelance colaborador de Vanity Fair y autor del libro ‘El traficante’. Puedes seguir sus historias en su Instagram y en su Twitter.

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