Cómo Olivia de Havilland acabó bautizando una ley con su nombre y cambió para siempre la vida de las estrellas de Hollywood

“Las estrellas no nacen, se crean” era una máxima comúnmente aceptada entre los estudios, que decidían cómo vestía, dónde vivía e incluso el carácter que un actor debería mostrar en público, mezclando persona y personaje de una forma esquizofrénica

Hoy, que Olivia de Havilland cumple 104 años, el mundo mencionará sobre ella tres cosas: su enemistad de décadas con su hermana Joan Fontaine, su papel de Melania Hamilton en Lo que el viento se llevó y, algunos, sus películas de aventuras al lado del malogrado Errol Flynn. Pero la hoy anciana señora Havilland también ha pasado a los anales de la historia del cine por una arriesgada decisión profesional con la que desafió un sistema de explotación laboral injusto. Esta es la historia de cómo una actriz acabó bautizando con su nombre una ley y, por el camino, cambió Hollywood para siempre.

“Era la cárcel más lujosa del mundo”. Así solían referirse las estrellas al Hollywood dorado, el de los años 30 y 40, regido por el llamado “sistema de estudios”. El negocio estaba controlado por grandes productoras –La Metro, la RKO, la Paramount, la Warner y la Fox–, regidas por magnates como Louis B. Mayer o Darryl Zanuck, en su mayoría emigrantes europeos que habían llegado a Estados Unidos con una mano delante y otra detrás y se habían convertido en la personificación del sueño americano. Pese a que los estudios solían pertenecer a grandes conglomerados de negocios, el poder de los magnates era casi absoluto, y manejaban la vida de sus empleados –desde los directores a los guionistas pasando por los actores- como titiriteros con sus marionetas.

A ese mundo había llegado de niña Olivia de Havilland espoleada por su madre, la típica figura de mujer frustrada que busca realizarse a través de sus hijos. Fue ella la que, animando a competir entre sí a Olivia y a Joan desde la infancia, creó una rivalidad que arrastrarían a lo largo de toda su vida adulta, hasta llegar a esos 40 años sin hablarse a los que sólo la muerte de Joan puso fin. Olivia tuvo una suerte relativa: como fue la primera en triunfar se convirtió en la favorita de su madre, mientras Joan era la hermana segundona a la que hacían poco caso. Descubierta en el teatro, en su tercera película con la Warner Brothers Olivia encontró al que sería su pareja emblemática, el atractivo e irredento Errol Flynn. El capitán Blood fue un éxito inmediato, el dúo se convertiría en epítome de películas de romance y aventuras y Olivia ascendió al olimpo que su madre ambicionaba para ella desde su nacimiento: el de las estrellas de Hollywood.

Sobre el papel, la vida de esos ídolos sobre la tierra era lo más parecido a un sueño que pudiera imaginar el público castigado por los duros años de la depresión. En realidad, había más oropel que brillo auténtico. “Las estrellas no nacen, se crean” era una máxima comúnmente aceptada entre los estudios, que decidían cómo vestía, dónde vivía e incluso el carácter que un actor debería mostrar en público, mezclando persona y personaje de una forma esquizofrénica. Los actores estaban sujetos por los estudios a contratos estándar de siete años de duración, y eran tratados como una propiedad más de la empresa. Esto implicaba que no tenían apenas poder de decisión sobre qué papeles elegir y cuáles rechazar. El estudio se los asignaba y no se esperaba que diesen su opinión sobre el tema.

De hecho, para poder interpretar a Melania Hamilton en Lo que el viento se llevó, Olivia había tenido que suplicar permiso al jefe de su estudio, Jack Warner, para que la “prestara” a David O. Selznick. “Estaba acostumbrada a los típicos papeles de chico conoce chica”, rememoraba Havilland años después. “Se enamoran, ¿la conseguirá? ¿la familia de ella pondrá algún impedimento? Siempre era lo mismo. Pero Melania pasa por la guerra, tiene hijos… ¡muere! Era un personaje que pasaba por todo tipo de experiencias, un gran espectro de emociones humanas fantástico para interpretar y yo estaba deseando hacerlo”.

El empeño de Havilland por conseguir el papel de Melita le valió su primera nominación al Oscar en 1939 (que acabaría ganando su compañera de reparto Hattie McDaniel, la primera actriz negra en conseguir la estatuilla) y el convencimiento de que si conseguía buenos papeles en buenas películas podría profundizar mucho más en su interpretación. Pero esos papeles escaseaban en la Warner, donde tenían a Olivia encasillada en papeles de ingenua y en tramas exclusivamente amorosas. Dos años después, se produciría un punto de inflexión cuando Olivia vio cómo su hermana Joan la adelantaba por la derecha al conseguir la nominación al Oscar al mismo tiempo que ella. Ganó Joan, por Sospecha. Olivia se resignó pensando que su contrato de siete años estaba a punto de acabar y podría volar libre hacia papeles de más enjundia, pero no contaba con la trampa de las productoras de la época: la suspensión.

En teoría, los contratos de Hollywood duraban siete años, pero si un actor se negaba a hacer un papel porque consideraba que no encajaba con él o no le gustaba la película, la productora “le suspendía”, apartándolo del trabajo y dejándolo sin sueldo durante un tiempo indeterminado, que podía ser de unas semanas o varios meses. En la práctica, era una medida de castigo y de protección económica de los estudios. Aquello sucedía muy a menudo porque en el sistema de estudios las películas se producían a destajo, como en una cadena de montaje de coches Ford. Salían películas buenas, malas y mediocres, y un buen puñado de obras maestras (Lo que el viento se llevó lo es y supone el paradigma del sistema) , pero produciendo 50 películas al año la brillantez no era lo que destacaba.

“Estar en contrato en la Warner era como estar en Alcatraz”, había sentenciado el actor George Raft. Si llegabas tarde a un rodaje, te suspendían; si rechazabas un papel, te suspendían; si tenías una conducta “inadecuada”, te suspendían. Si una estrella estaba volviéndose “demasiado valiosa”, le ofrecían un papel por debajo de su capacidad o totalmente alejado de su estilo, con lo que la estrella se veía obligada a rechazarlo y así el estudio se aseguraba aún más su control.

“Te importaba mucho tu trabajo y te importaba el público”, explica sobre aquellos años la actriz. “No querías disgustarle ni tampoco disgustarte a ti misma. Te importaba lo suficiente como para tolerar aquella especie de ostracismo porque no te estaba permitido cruzar las verjas del estudio durante lo que duraba la suspensión, y para quedarte sin sueldo durante un tiempo en el que, por supuesto, no podías ganar dinero en ningún otro sitio”. Lo que ocurría es que el estudio añadía el tiempo de suspensión al contrato de la estrella, con lo que la penalización era doble y al final los contratos, en vez de durar lo firmado, se alargaban y seguían indefinidamente.

Cuando transcurrieron los siete años del contrato de Olivia, la productora le indicó que tenía que trabajar seis meses más que se habían sumado a su contrato por los períodos de suspensión. Los cumplió, pero, cuando volvió para finiquitarlo, se encontró con que le sumaban nuevamente seis meses. Olivia había tenido bastante. Se plantó ante el todopoderoso Jack Warner y se atrevió a desafiarle.

Asesorada por su abogado, la actriz estudió las leyes de California, donde se estipulaba que “ningún patrón puede mantener a un empleado durante un contrato de más de siete años”. La duda estaba en si eran siete años según el calendario o siete años de trabajo real. Olivia decidió demandar a la Warner Brothers y el caso llegó a la Corte Suprema de California. El equipo del estudio presentó a la actriz como una desagradecida caprichosa que no quería trabajar y había llegado a rechazar hasta seis guiones seguidos. Olivia explicó una y otra vez ante el tribunal que esos papeles no eran adecuados para ella y que podían dañar su carrera y al mismo estudio. Con paciencia e incansable, defendió que esa interpretación de la ley según la cual los siete años eran años de trabajo-trabajo se traducía en la práctica en una semi-esclavitud.

El juicio “De Havilland vs. Warner Bros.” duró dos años y medio, entre 1943 y 1946, en los que la estrella no pudo rodar una sola película ni ingresar un dólar. Antes que ella, actrices como Greta Garbo o Bette Davies habían luchado contra el sistema sólo para salir escaldadas. Estaba arriesgando todo lo que tenía: su profesión, su fama, su imagen pública, para pleitear contra lo que sabía que era un ley injusta. Finalmente, el tribunal le dio la razón a Olivia. La Warner apeló y Olivia volvió a ganar. La Warner apeló de nuevo y la Corte Suprema desestimó la apelación, dando por bueno el primer veredicto. Olivia había puesto en juego su posición pero, al conseguir la victoria, iba a cambiar las cosas para el resto de los actores. Era la “Ley De Havilland” o “Decisión De Havilland”, y así se la conoce hasta hoy en la jurisprudencia americana.

Cuando volvió, el público y la industria no la habían olvidado. En el 46 hizo cuatro películas en diferentes productoras, con papeles alejados de la imagen meliflua en la que Jack Warner la había encasillado. Por Vida íntima de Julia Norris, de la Paramount, fue nominada al Oscar y ganó. Era el regreso triunfal de una actriz que se había reivindicado frente a todos y el agradecimiento de Hollywood por su valentía y talento.

A partir de entonces, el negocio se transformó. La figura del agente se volvió más importante porque los actores preferían trabajar por su cuenta y para competir por los papeles que querían necesitaban asesoramiento y ayuda. No fue de Havilland la única responsable del fin del sistema de estudios. Las leyes antimonopolio, el fin de la Segunda Guerra Mundial, el baby boom y un cataclismo llamado televisión harían su parte por acabar con un sistema basado en un poder despótico que, paradójicamente, fue capaz de crear algunas de las mejores películas americanas, pero ella puso la primera piedra.

Tras su imagen de dulce inocente, Olivia de Havilland tuvo los arrestos para rescatarse a sí misma y luchar por que los actores tuviesen libertad para construir lo más importante que tenían: sus carreras. Hoy, los ecos de aquel pleito de hace 70 años resuenan todavía en el cine y la música, con casos como el del grupo de Jared Leto, 30 seconds to Mars, contra su discográfica. Ganadora de dos Oscars, encarnación de un puñado de personajes inolvidables, una de las últimas supervivientes de los años dorados de Hollywood, Olivia de Havilland es historia del cine, pero por más motivos de los que pensamos.

*Artículo originalmente publicado en julio de 2016 y actualizado.

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