A estas alturas del siglo podemos constatar lo obvio: la crisis se ha convertido en la nueva normalidad de la monarquía británica, sometida a un encadenamiento de crisis reputacionales absolutamente sorprendente. Hubo un ‘annus horribilis’, es cierto: 1992, el año de la separación de Carlos de Inglaterra y Diana Spencer y de la publicación de la polémica biografía de Andrew Morton en la que ventilaba parte de la trastienda de los Windsor, bajo la jefatura de Isabel II. Sin embargo, antes y después de ese año la familia real ha tenido que salvar situaciones complicadísimas, protagonizadas en numerosas ocasiones por ciudadanos estadounideses. La Reina no puede bajar la guardia, y probablemente sea este mar constantemente turbulento el que la disuade de abdicar. ¿Qué tienen los americanos, de Walt Disney a John Travolta, en contra de la monarquía británica?
Aunque la monarquía británica puede presumir de contar con algunas de las reinas más míticas de la historia, su influencia no se puede comparar con el auténtico hacedor de la iconografía y mística de las princesas: Walt Disney. El dibujante y empresario estadounidenses ha fijado a fuego las características que definen una princesa real: delicada, grácil, tímida, blanca. Difícil lo han tenido y lo van a tener las princesas que se escapen a esos requerimientos, sobre todo en la monarquía británica. Pero su disidencia, de Lady Di a Meghan Markle, supone el mayor quebradero de cabeza de los Windsor.
A veces no son las princesas las que causan problemas, sino los príncipes. El príncipe Jorge, duque de Kent, hijo de Jorge V, protagonizó uno de los escándalos más sonados de la época (los años 20 del pasado siglo) junto a su amiga y compinche Kiki Preston. El príncipe era salvaje: obsesionado por el jazz, bisexual sin tapujos, amante de las fiestas… Se casó con la princesa Marina, pero tuvo como amante, por ejemplo, al dramaturgo Noel Coward. En Preston, ‘socialite’ estadounidense, encontró a una amante tan salvaje como él mismo: de hecho, le introdujo en el mundo de la cocaína y la morfina. La llamaban «la chica de la jeringuilla plateada».
Algunos califican el romance entre Wallis Simpson y Eduardo VIII como la historia de amor más grande del siglo XX. Sin embargo, para los Windsor supuso un dolor de cabeza constante, sobre todo por las supuestas simpatías nazis de la pareja y sus intentos de interferir en los asuntos de la Corona británica, casi hasta la muerte del fallido rey. El peor momento de esta historia de amor conllevó una crisis institucional que se resolvió con una abdicación: en 1936, Eduardo VIII eligió su amor y renunció al trono.
En noviembre de 1985, mucho antes de que Diana Spencer y el príncipe Carlos decidieran poner punto final a su matrimonio, el mundo pudo ver una escena que hoy podríamos leer como un anuncio de lo peor para la monarquía británica. Los Príncipes de Gales visitaban Estados Unidos, invitados por Ronald y Nancy Reagan. La Casa Blanca, respondiendo al protocolo americano que iguala poder y fama, invitó a varias ‘celebrities’, entre ellas a John Travolta. El actor, en un movimiento inesperado, sacó a bailar a Lady Diana, una amante del baile confesa. La escena dio la vuelta al planeta, y eso que aún no existía la viralidad. En esa imagen se resume la compleja disyuntiva que aún no ha resuelto la monarquía: ¿cómo mantener la vieja legitimidad de la sangre real en un mundo que ya solo admira la celebridad?
Aunque hoy nos cueste visualizarlo, en los años 80 el príncipe Andrés figuraba como uno de los solteros de oro de la realeza europea, e incluso un ‘sex symbol’. En 1981, con 31 años, el piloto de los helicópteros de la Royal Navy comenzó una relación que le causó más de un disgusto a la reina Isabel II: la actriz americana Koo Stark. Para una monarquía en la que aún regían las normas del decoro del siglo XVIII era impensable que una actriz como Stark fuera vista con un príncipe: había protagonizado una pelícua «El despertar de Emily», en la que una adolescente llega al Londres de los años 20 y sostiene una serie de encuentros sexuales con hombres y con mujeres. La situación llego a ser peor, porque se rumoreó que Andrés quería casarse. La Reina tuvo que prohibir el matrimonio, y más tarde transigiría con una candidata aparentemente más aceptable, pero que también le amargó más de un té: Sarah Ferguson.
Otro momento ya en los años 90 que espeluznó a la reina Isabel II: las fotografías de Sarah Ferguson, duquesa de York desde 1986, con John Bryan, su asesor financiero directamente aterrizado de Texas. Se publicaron en el ‘annus horribilis’ de 1992 y en ellas podemos ver qué entendía ‘Fergie’ por un ‘consulting’ financiero: tumbados en unas hamacas en una villa al sur de Francia, Bryan lame el pie de la duquesa. En aquel momento, la Reina se había embarcado en la misión de reconstruir el matrimonio de Sarah y Andrés, pero estas fotos les abocaron directamente al divorcio y la pelirroja fue expulsada de Buckingham Palace.
La muerte de Diana de Gales hizo un agujero en la línea de flotación de la monarquía británica que aún no se ha podido parchear completamente, de ahí los conflictos entre los príncipes Guillermo y Harry. Sin embargo, en aquel momento y en toda la década siguiente hubo una persona que agravó considerablemente las nefastas consecuencias de aquel accidente de tráfico en París que terminó con la vida de la genuina ‘princesa del pueblo’. Se trata de Lyndon La Rouche, millonario aficionado a las teorías de la conspiración y propietario de la revista ‘Executive Intelligente Review’. Su director, Jeffrey Steinberg, publicó una hipótesis que se convirtió en el fantasma más temido por la monarquía británica: que el accidente de coche de Diana había sido en realidad un asesinato orquestado por la misma familia real. Una auténtica ‘fake news’ que contribuyó enormemente al descrédito de la monarquía durante varias décadas.
Lo que en principio parecía un feliz enamoramiento, pronto se convirtió en el mayor quebradero de cabeza que ha sufrido la reina Isabel II en este siglo: el ‘Megxit’. La actriz Meghan Markle quiso intergrarse en la corte británica desde el mismo anuncio de su compromiso, en noviembre de 2017, pero el principe Harry ya tenía en mente la tocata y fuga que finalmente protagonizaron. Soportaron críticas y acoso de la prensa, que casi siempre pintó a Markle como una arribista americana. Al final, la ‘power couple’ más mediática con la que contaban los Windsor emigró al Nuevo Mundo para labrarse un futuro más acordea su estatus: ‘royal celebrities’.
Resulta paradójico: los medios no ha tenido compasión con Meghan Markle y el príncipe Harry, criticados y observados hasta el más mínmo detalle de sus tropezones. Además, como castigo por su huida, la Reina les ha despojado del título de ‘Alteza Real’. Sin embargo, la relación del príncipe Andrés con el millonario Jeffrey Epstein, protagonista de un escándalo de violación, pedofilia y abusos pavoroso, no ha conllevado más deshonor que ser apartado de su deberes públicos. El magnate, amigo de ex presidentes como Bill Clinton, de Donald Trump y de muchos otros personajes de la alta sociedad anglosajona, se suicidó en prisión antes de que fuera llevado ante un juez. Una de las víctimas, Virginia Roberts Giuffre, acusa al Duque de York haber tenido relaciones sexuales con ella cuando era menor de edad.
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