Ayer nos enteramos de que Kristen Stewart dará vida a Diana de Gales en Spencer, un biopic en el que se narra cómo la princesa tomó la decisión de separarse de Carlos de Inglaterra durante unas Navidades en Sandringham, el retiro royal navideño que Diana, quien nació y se crio a poca distancia de la finca real, odiaba con todas sus fuerzas, y que disparaba su bulimia. La tortura de Sandringham y la soledad de la princesa en esos días son partes bien conocidas de su biografía, pero la historia que narra la película es una licencia.
Pablo Larraín, el director y productor de Spencer, contaba a Deadlineque la película contará a su manera la historia de una separación en tres días de Navidad, en Sandringham. "Pasaron las navidades allí durante muchos años, y por eso es por lo que hemos situado la película allí a principios de los noventa, sobre 1992, no específicamos [el año]". Carlos y Diana anunciaron su separación (bueno, lo hizo el primer ministro John Major en un mensaje al pueblo británico) el día 9 diciembre de 1992, poco después de volver de su último viaje oficial conjunto a Corea del Sur, casi reconciliarse en una escapada de esquí y haber disfrutado de la Expo’ 92 de Sevilla unos meses antes, así que ese año queda descartado.
En 1991, el matrimonio ya estaba roto y Diana llevaba un año asegurándose la mejor salida posible. Una que incluía una serie de grabaciones realizadas durante la primavera de ese año, y que su discreto amigo, el doctor James Colthurst, había hecho llegar al periodista especializado en la realeza Andrew Morton, autor de la biografía más explosiva de la princesa: Diana, su verdadera historia. En esas grabaciones, Diana hablaba de su infelicidad, sus intentos de suicidio, su lucha contra la bulimia y una y otra vez de la misma figura: Camilla Parker Bowles. Ese año se cumplían 10 años del matrimonio entre Diana y Carlos, la boda del siglo. Ese verano, si a Diana le quedaba alguna duda sobre la separación, se disipó tras uno de esos gestos de royal impertérrito con los que se conducía Carlos.
Fue en julio: el príncipe Guillermo sufrió un accidente –un golpe en la cabeza con un palo de golf– que le mandó a cirugía cerebral. Diana se quedó toda la noche junto a su hijo, esperando a que recobrase el conocimiento y comprobar por sí misma que no tuviese secuelas (más allá de la cicatriz que luce desde entonces). Carlos eligió irse a la ópera, a una representación de Tosca, en compañía de un puñado de expertos en su causa predilecta, el medio ambiente. La agenda no se movió ni por el destino de su hijo mayor. En ese momento, el último motivo que le quedaba a Diana para permanecer junto a su marido, el amor de sus hijos, se desvaneció para siempre. De paso, que su única aliada en la familia –y oveja negra para los Windsor desde el principio–, Sarah Ferguson, la animase a que diesen juntas el paso de separarse (Ferguson lo hizo en marzo de 1992, nueve meses antes que Diana), ya confirmaba que la decisión estaba tomada. Sólo faltaban los detalles. La confrontación con Camilla ya había tenido lugar, de hecho. Y solo había conseguido aumentar la brecha entre Carlos y ella.
Medio año después, Diana pasó una de las peores Navidades que se recuerdan en Sandringham. Carlos y ella dormían en habitaciones separadas, mantenían constantes enfrentamientos (él armado de furia, ella de lágrimas), y el príncipe había desarrollado un círculo social paralelo del que Diana no formaba parte. Los enfrentamientos por la relación con Camilla ya se producían hasta delante de sus hijos, y ese año a Guillermo se le recuerda más cercano y cariñoso que nunca con su madre. El futuro heredero era consciente de lo que estaba pasando. Su hermano, Harry, lo era al menos del sufrimiento de su madre. La frialdad de los Windsor no tenía remedio. Así que es posible ficcionalizar que en esas navidades de 1991 Diana tomase la decisión definitiva. O, al menos, la emplazase, tras un año de conspiraciones por partida triple para controlar el relato: la princesa, los Windsor, los tabloides.
Sin embargo, en 1990 sucedió algo más significativo. Diana también tenía su propio amante. Varios, en realidad. Pero el más destacado había sido el oficial James Hewitt, en una relación carente de la calidez del amor romántico, pero sobradísima de grados fahrenheit entre las sábanas. En diciembre de 1990, antes de la procesión que era Sandringham, Diana realizó una visita oficial a las tropas británicas allí estacionadas a la espera del estallido de la primera Guerra del Golfo. Uno de los hombres destinados allí era Hewitt. Y, aunque la relación entre ambos ya esta rota, la visita tenía un objetivo personal: la ardiente despedida. Exacerbada además porque Hewitt se iba a una guerra, y a lo mejor no volvía a verle con vida.
El día que el destacamento de Hewitt partía hacia el Golfo Pérsico, la víspera de Navidad, Diana llegaba a Sandringham, más sola que nunca. Y con la necesidad de urdir un plan para conseguir lo imposible: escapar más o menos indemne de la familia real y sobrevivir a la opinión pública, en un momento en el que la princesa era el centro de atención de los tabloides que, para contentar a un público que nunca tenía bastante, ya se inventaban directamente varias de las historias sobre la princesa. El plan de retomar el control de su narrativa, de poder contar su historia, empezó casi seguro en esos días finales de 1990.
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